Una de las cuestiones que se ha dejado de lado en la “nueva” concepción de la educación en México es lo que nuestros antepasados consideraban importantísimo: la enseñanza de la lengua materna. Asomarse al siglo XIX, a la primera parte del siglo XX, es asomarse a un dominio del lenguaje muy diferente al de hoy.

Ya se sabe que cada lengua es un universo. Y que habitar en ella es tanto como habitar toda una serie de referencias que nos invitan a nombrar y a intervenir en el mundo. Sin palabra asumida no hay pensamiento. Y sin pensamiento no hay cultura.

Entiendo que el inglés es importante. Muy importante…, en el mundo de los negocios y de la globalización. Pero hacerlo primera lengua es borrar mil años de una aventura gigantesca: la de nuestra lengua, la más hablada ya en el planeta. Hemos ido despojando, con Iphones y chats, la entraña misma del español. Descafeinándolo, volviéndolo una mezcla sin substancia. Apabullándolo con barbarismos inútiles y anglicismos sorprendentes.

Si se tiene el valor, escuche usted un programa de farándula. No sabrá quién está más retrasado en el aprendizaje del idioma: el entrevistador o el (“artista”) entrevistado. Colección de lugares comunes, de estereotipos y de incorrecciones. Sin ser purista, es horrible, cuando uno ha leído a los grandes, desde Cervantes hasta Rulfo, escuchar que alguien “tira el choro” o se mete en el “coto” para tratar de decir que ese alguien está hablando de algo serio o intentando conversar.

Hemos llegado al límite del abismo en nuestra lengua. Y parece que “esto ya no lo para nadie”. Lo que perdemos es un tesoro. Pero nadie quiere darse cuenta. O asumir el asunto como propio. Y esto es una tragedia más de las muchas que nos aquejan. Y de las que somos cómplices.