Registro del mundo, revolución y crítica, pero también inteligencia sensible. Sabiduría e inteligencia ante la dinámica condición, y convicción, de poetizar el entorno: la poesía como instrumento de conocimiento, como una realidad contenida en el lenguaje. Instantes justos donde la percepción, la energía interior —el habla poética frente a la Historia— determinan la diversidad de registros en la poética de José Emilio Pacheco (México, D. F., 30 de junio de 1939-enero 26 de 2014). De la métrica y la rima de sus inicios, a la paulatina entrega al tono narrativo, muchas veces soslayando los cánones de acentuación y las figuras de dicción y de pensamiento; del tono sacro, a las expresiones discursivas; sin olvidar la lucidez como estado de gracia, el aspecto lírico como forma sensible y de sapiencia, caracterizan esa propuesta estética peculiar y que le valiera diversos reconocimientos, como el Premio Cervantes (2009), el Reina Sofía de Poesía Iberoamericana (2009) y el José Donoso (2001), así como el Premio Octavio Paz (2003), el Pablo Neruda (2004), el Ramón López Velarde (2003); el Premio Internacional Alfonso Reyes (2004); el García Lorca (2005) y el Premio Alfonso Reyes otorgado por El Colegio de México (2011), entre otros.

Desde sus inicios persiste una visión cósmica prefigurando el poema; el transcurso del mundo permeando ritmos y acentos. Por supuesto que desde esta perspectiva la revelación surge irrebatible. Todo es fugaz. El transcurso duele, limita: ¿Cómo atajar la sombra que nos hiere y nos lava/ si nada permanece,/ si todo nos fue dado/ como tributo o dualidad del polvo? La presencia del mundo deja su huella imperativa: … el tiempo abre las alas/ con mansedumbre y odio de paloma y pantera. En términos generales, puede destacarse que por su combinación de agudeza y sagacidad, el aspecto lírico “como forma de inteligencia” determinan la obra del poeta, como una marcha sonoramente sensitiva que prefiguraba espacios; transformaciones profundas con el propósito de modificar la esencia de las cosas: Mientras avanza el día se devora, aceptaba Pacheco.

Desde Los elementos de la noche (1958-1962) hasta El silencio de la luna (1983), Pacheco conformó una obra donde alternaba el orden sonoro de la imagen con la reflexión; la historia y con el cántico sagrado; la inteligencia con la modulada acentuación; el enunciado con algunos recursos ritmos (Cf. Tarde o temprano: 15-35). En El reposo del fuego (1966) prevalece la métrica tradicional: heptasílabos y endecasílabos armonizan para eslabonar un canto en tres partes, donde el poeta expone su visión cosmogónica, terrible. La mañana se concreta a partir de los cuatro elementos fundamentales. Precisión y contundencia; catacresis, aspectos metonímicos exactos, frente a la visión histórica, avasalladora, del ser social.

Paulatinamente José Emilio Pacheco desliza intenciones, expresiones sobre una ciudad concatenada a las circunstancias. Mito y leyenda, realidad y sueños, principio y recomienzo, siempre: … todo el jardín se yergue entre las piedras:/ nace el mundo de nuevo ante mis ojos. El mundo, y nosotros con él, tiene un destino fugaz. Desde el inicio del cántico, José Emilio lo precisa: Nada altera el desastre: llena el mundo/ la caudal pesadumbre de la sangre. La realidad, ciertamente, es cruel. Por ende, hay versos contundentes, sabiduría al nivel de sentencias. En el volumen No me preguntes cómo pasa el tiempo (1969), con el que obtuvo el Premio Nacional de Poesía Aguascalientes en 1969, la visión histórica del mundo prevalece desde el inicio del libro.

Su intención: contraponerse a las profecías y a las revelaciones. La respuesta, materialista desde luego, es obvia: “Basta mirar lo que hoy ocurre” (p. 14) para saber que la fugacidad de las cosas, la impermanencia, el deterioro, representan el signo inequívoco de la vida; por lo mismo, hasta el lenguaje se funde en el vacío. La óptica desacralizada del poeta lo lleva, justamente, al verso directo, al enunciado crítico, epigramático. La poesía como acumulación de citas cognoscitivas; la dicción lírica bajo el imperio de la retórica; es decir, de la impostura. Si nada es sagrado, el lenguaje se advierte como un simple código, un discurso para exteriorizar la crueldad del mundo y la condición fugaz de la materia. Y sin embargo, en este poemario prevalece el ritmo, los silencios pausados, el estremecimiento divino, los planos de significados simultáneos. Hay precisión en estas líneas: Arde la misma rosa en cada rosa/ El agua es simultánea y sucesiva/ El futuro ha pasado/ El tiempo nace/ de alguna eternidad que se deshiela.

Sapiencia, convicción, ludismo. Sucesos y versiones. Recuento de hechos. La exaltación como núcleo fundamental. Paulatinamente el autor va prefigurando una estética discursiva, una propuesta más del orden del significante, donde la poesía representa un acto compartido. La palabra designa el transcurrir de la Historia, recuperando vacíos. En Islas a la deriva (Siglo XXI, 1976) prevalece el asombro, el redescubrimiento del origen, la reinvención del pasado. En esta obra se concilia el tono sacro con la locución sencilla, la valoración de la historia como el impulso que provoca el cambio expresivo, ideológico; el significante que prevalece al sentido estético, el cántico con la integración substancial de las cosas. El poeta asume la condición del cronista y del escriba, del sacerdote y del amanuense. Su función es fluctuante; la remembranza histórica se revela y se condensa, por eso es factible, y conveniente, anotar los acontecimientos.

Islas a la deriva (1976) resume la condición reflexivamente lírica de Pacheco. Historia y revelación; técnica y exaltación; posibilidades, intenciones, propuesta estética: categoría artística. El poeta retoma su condición de cantor para compartir su emotividad. Se observa, además, el desplazamiento del mundo, lo crudelísimo de la realidad, que finalmente se impone en la declaración lírica; el susurro de las cosas, los acontecimientos imperceptibles que, no obstante, repercuten en la memoria. Todo ello, eslabones férreos de la existencia. José Emilio recupera aquí el tono solemne, grave, de todo lírida. Su visión se transfigura. Por otra parte, lo fugaz, el movimiento continuo, la eternidad del instante se apoderan del poemario titulado Desde entonces (1980). Meditaciones, textos en prosa, versiones de otros autores se van entretejiendo para formar un entramado lírico donde la escritura testimonia este transcurso. Sabiduría y mordacidad, estampas líricas, casi daguerrotipos ocres; la voz que susurra evitando el canto, la visión sagrada del antiguo poetizar. El ritmo se va desplazando con suavidad.

Los trabajos del mar (1983) contiene, según los editores, lo que postula Marianne Moore: el sentido de compactación, el tono “absolutamente nítido, absolutamente eficiente, para hacer del lenguaje poético un verdadero vehículo del pensamiento”. Curiosamente, el poema titulado “Prosa de la calavera” observa el aliento grave, solemne, casi grandilocuente, con el sentido trágico heredado de la tradición judeocristiana: Como Ulises me llamo Nadie. Como/ demonio de los Evangelios mi nombre es Legión. El tono satírico es inmejorable. Creo que este es el tono exacto del poeta. Versos irregulares, amétricos; expresión discursiva, arrítmica, sin variedad estilística, soslayando los cánones del discurso placentero. El lenguaje va del enunciado a la ligereza; irreverente, busca desacralizar el estilo expresivo, la acentuación regular, isocrónica. Sin embargo, no llega al desaliño, aunque esta actitud estética tampoco elude el sentido substancial de la lengua poética.

El silencio de la luna (Era/Casa de Poesía Silva, México, 1994), volumen con el que obtuvo el “Premio de Poesía José Asunción Silva” en 1994, retoma en muchos momentos el repertorio rítmico para percutir un cántico inicial, donde el reconocimiento a la mujer es evidente. El poeta forja una visión histórica con sabiduría, con justa precisión. Riesgos y temores del hombre frente a la cruel naturaleza femenina. “Prehistoria” es un canto preciso, hermoso, perturbador, donde confluyen el sentimiento y el pensamiento. En la segunda instancia del poemario lo cotidiano da paso a la conciencia del tiempo, a los sucesos irrepetibles, a la fugaz permanencia de la vida: Y nadie escucha./ Sombra y silencio en torno de la gota,/ brizna de luz entre la noche cósmica/ en donde no hay respuesta. En la tercera parte de este volumen, los temas objetivos, los poemas y estampas líricas se desplazan entre el pensamiento y la sensibilidad. El tiempo prevalece en el golpeteo de la lluvia, que termina por disolver la noche.

Un último libro antológico de Pacheco —Los días que no se nombran (Selección de poemas 1985/2009)— reúne poemas incluidos en El silencio de la luna (1985-1986), La arena errante (1992-1998), Siglo pasado (desenlace) (1999-2000), La edad de las tinieblas (2002-2009) y Como la lluvia (2001-2008). En el texto introductorio, Vicente Quirarte revela lo singular del estilo poético de Pacheco precisando su claridad semántica, que no excluye “la emoción, una emoción desapasionada donde el yo se vuelve un nosotros”, y “una conciencia crítica que, tras convencerse y convencernos de la brutalidad del mundo, nos obliga a apreciar sus fugaces bellezas”.