Existe un fenómeno actual ligado con el periodismo escrito que se transmite por internet e incluso por medios impresos: muchos textos no tienen una buena corrección de estilo. Los editores dejan pasar muchas erratas. La misma construcción de las frases es incorrecta o poco clara.

Una de las causas puede ser la rapidez con que la información se procesa para que salga en el menor tiempo posible. En un mundo que vive bajo presión, la eficacia consiste en publicar a tiempo a costa de mancillar el lenguaje, como si éste fuera un puro vehículo para dar noticias y como si no tuviera, por sí mismo, la capacidad de construir pensamiento gracias a la conceptualización que permite y al ordenamiento de las ideas. Este fenómeno de la velocidad se liga también con la cuestión económica, los trabajos pobremente remunerados obligan a asumir más tareas de las que se pueden realizar en un tiempo limitado que exige un alto grado de concentración, lo que redunda en poca aplicación en una revisión dada, e implica igualmente que los escritores (periodistas o analistas) trabajen sobre las rodillas para sacar el trabajo. Incluso los mismos lectores evitan leer con atención y solo recorren el texto a grandes zancadas para “saber” qué pasa, y no para construir pensamiento. El respeto que antaño se tenía por el lenguaje no sólo elegante, sino preciso, se ha perdido.

De cierta manera, además de lo señalado arriba, también influye el cambio de soporte sobre el que se trabaja. Trabajar un texto sobre papel no permite hacer cambios del tipo copiar-pegar permitidos por la escritura en computadora, y, por eso mismo, pide más atención en el momento de redactar y en el momento de corregir. Los que no somos milenials y estudiamos en una época en que no había computadoras, supimos lo que era teclear en una máquina de escribir. Ese proceso físico obligaba a organizar las ideas y las frases en el cerebro antes de plasmarlas sobre el papel, porque equivocarse podría implicar reescribir toda la hoja. Los únicos apoyos para evitarlo eran las gomas especiales (blancas o rojas) para borrar alguna palabra, y luego, aparecieron unos papelitos blancos con los que se cubría el error, letra por letra, y que no podían usarse para todo un párrafo. El pensamiento precedía al acto de plasmarlo por escrito (incluso si se hacía de manera manuscrita, lo que conllevaba, además, el placer de sentir la tinta corriendo sobre la hoja e incluso el gusto por trazar cada letra y palabra). No había correctores ortográficos ni gramaticales, uno era su propio corrector.

No digo que el uso de las computadoras para escribir no tenga sus ventajas. Yo misma escribo y leo por este medio. La posibilidad de plasmar lo que pasa por el corazón y la cabeza a la velocidad casi en que esto sucede permite un diferente fluir del texto. Pero, la corrección de un texto, mío o de otro, difiere sustancialmente cuando la hago en pantalla que sobre papel. No se trata de proscribir el uso de la pantalla para corregir textos, sino sopesar lo que ésta nos permite hacer y lo que no, de manera individual porque las capacidades de cada uno de nosotros son diferentes. Y, sobre todo, valorar el lenguaje en su belleza propia, en su construcción reflexiva, en la posibilidad que nos da de acceder al pensamiento.

Además, opino que se respeten los Acuerdos de San Andrés, que se investigue Ayotzinapa, que trabajemos por un nuevo Constituyente, que recuperemos la autonomía alimentaria, que revisemos a fondo los sueños prometeicos del TLC.

@PatGtzOtero