El 21 de junio de 2016, Donald Trump gana oficialmente la nominación como candidato del Partido Republicano. Nadie quería creerlo hasta que ocurrió. Pero la negación volvió a imponerse y, una vez más, analistas y medios aseguraron que a la postre sería derrotado por Hillary Clinton. Un hombre como él jamás llegaría a ser presidente de Estados Unidos, la más antigua democracia del planeta. No es necesario insistir, a toro pasado, en la magnitud de su error.

¿Cómo pudo ocurrir algo así? Si uno hojea los diarios estadounidenses o escucha el sinfín de tertulias televisivas donde se comentan las primarias, esta pregunta se repite una y otra vez en voz de comentaristas liberales y conservadores, demócratas y republicanos. ¿Cómo es posible que en Estados Unidos, que se jacta de ser la democracia más sólida y antigua del orbe, un sujeto como Donald Trump se haya convertido en el candidato a la presidencia del Grand Old Party, el partido de Lincoln? Como en el ascenso de todos los demagogos, la sorpresa debe ser tomada con reservas.

Los signos estaban allí, sólo que la mayoría o al menos la mayoría de los miembros del establishment no quiso verlos. Si el elegido por las bases republicanas carece de toda experiencia política o de una ideología reconocible fuera de sus ansias de poder —por no repetir las críticas a su estilo zafio y vulgar—, se debe justo a ese establishment que hoy se rasga las vestiduras y se muestra azorado por su victoria. Los grandes culpables de esta vergüenza nacional —que ya es una amenaza global— son la clase política republicana y sus aliados en los medios.

Las épocas de zozobra económica y política son propicias para que figuras dotadas con una retórica expansiva, un don para manipular a las masas y una imagen de rebeldes o outsiders recojan la ansiedad de amplios sectores de la población, se asuman como sus paladines y asalten el poder presentándose como sus salvadores. Ocurrió en la Italia de los años veinte y la Alemania de los treinta del siglo pasado y, más cerca de nosotros, en Ecuador o Venezuela. Lo extravagante aquí es que, si bien no se atrevió a reformar drásticamente el sistema, Barack Obama consiguió estabilizar la economía y revertir un poco la desigualdad acentuada en decenios de gobiernos neoliberales.

El escritor Jorge Volpi. FOTO: TERCERO DÍAZ/ CUARTOSCURO.COM

El escritor Jorge Volpi. FOTO: TERCERO DÍAZ/ CUARTOSCURO.COM

Haciéndose eco de la polémica frase de Aznar, Obama pudo decir al final de su mandato: “Estados Unidos va bien”. Todos los indicadores lo confirman. ¿Y entonces por qué hay millones de desencantados? ¿Por qué el estadounidense medio se siente tan abatido, tan traicionado o tan desalentado ante el futuro como para entregarle su gobierno a Trump?

La respuesta está otra vez en los políticos republicanos y sus medios afiliados que, a lo largo de estos años —y ya desde las épocas de Clinton—, no han hecho sino difundir una imagen del país que no corresponde con los hechos.

Anclados en su odio a la izquierda (a los liberales, en el lenguaje político local), a los Clinton y a Obama —el componente racial nunca se ha borrado—, han mentido sin tregua, dibujando unos Estados Unidos que no existen. Unos Estados Unidos que, para muchos hombres blancos protestantes, luce al borde del abismo.

Esta política del resentimiento, que presenta a los demócratas como demonios que sólo buscan limitar las iniciativas de los mejores —según el modelo diseñado por Ayn Rand—, provocó primero el ascenso del Tea Party, que obligó al Partido Republicano a escorarse a la derecha y a negar cualquier acuerdo con los demócratas. Esos mismos radicales no sólo ungieron o vetaron candidatos, sino que convirtieron su discurso radical e intransigente en el discurso mayoritario de los republicanos. Nadie que aspirara a una posición de poder ha dejado de cortejarlos.

En ese ambiente en el que los WASP (white anglosaxon protestant) han acabado por sentirse humillados y en peligro —en especial por la coalición de mujeres-jóvenes-negros-latinos fraguada por Obama—, la elección de Trump casi parecería natural. Aunque es difícil creer que tenga una sola convicción firme, el empresario encarna esa suma de miedo y odio que caracteriza a los demagogos (y lo acerca tanto a los ultras europeos): miedo a unos Estados Unidos liberales y multirraciales y odio a los extraños que buscan desposeerlos, sean mexicanos o musulmanes.

Trump no es una anomalía: es la consecuencia natural de esta acumulación de mentiras republicanas.

En 1872, Jacques Offenbach estrenó en el Teatro de la Gaité su opereta Le roi Carotte. En esta pieza humorística, un grupo de radicales desencantados con el gobierno de su príncipe lleva al poder a una monstruosa y grotesca zanahoria humana. Tras unos meses de gobierno, todos se dan cuenta de su error y a la postre lo derrocan.

Por desgracia, no vivimos en una comedia y no podemos darnos el lujo de que el país más poderoso del planeta sea gobernado por un adefesio que ha revitalizado el racismo, el sexismo, el miedo y el odio a los otros.

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Todo demagogo necesita un enemigo. En la Alemania nazi fueron los judíos (y en menor medida los gitanos y los comunistas y los eslavos y los homosexuales). Desde el inicio de su campaña, Trump eligió a los suyos: los inmigrantes sin papeles. Mexicanos, centroamericanos, latinoamericanos. Bad hombres. Criminales y violadores. Y decidió que su gran promesa sería expulsar a millones e impedir, con la construcción de un Muro, que estos parias sigan contaminando su hermoso país.

Cuando escuchamos cómo se habla de ellos, casi parecerían iguales. Idénticos unos a otros. Intercambiables. Y, por tanto, desechables. Cuerpos al garete, sin identidad y sin nombre, apenas con una mochila al hombro, un par de zapatos, un maltrecho documento de identidad, desplazándose lastimosamente por mar o tierra. Hombres, mujeres y niños anónimos, extraviados, dispuestos a lo imposible —atravesar el océano a nado o en una barcaza, cruzar bosques o desiertos, esconderse de los perros, huir de los policías o los rangers que los cazan— con tal de escapar del hambre, de la guerra o, simplemente, de la desesperanza. Los políticos los ven y piensan: una amenaza. Y no pierden la ocasión de utilizarlos en su favor.

Son los mexicanos (y otros latinoamericanos) en Estados Unidos, a los que ahora no sólo Donald Trump, sino sus millones de simpatizantes, y también la mayoría de los republicanos —¿una tercera parte del país?— observa con recelo, si no con odio. Poco importa que esos seres peligrosos sean quienes los atiendan en bares y restaurantes, preparan sus alimentos, cultiven sus hortalizas o cuiden de sus niños: si piensan en ellos en conjunto, sienten miedo. Y si el político en turno afirma que son delincuentes y violadores, por alguna razón será, y entonces se impone contener su avance (con un muro pagado, además, por ellos mismos) y expulsar a los que ya se encuentran adentro.

También son los centroamericanos en México, vejados, ultrajados y asesinados mientras se desplazan hacia el Norte, en busca de ese mismo paraíso imaginado por los narcotraficantes o los criminales que los esclavizan, los torturan o los violan.

Son todos aquellos que huyen de conflictos armados en África, Medio Oriente o Asia, y quienes escapan, en los mismos lugares, de persecuciones políticas o religiosas.

Y son, desde luego, los millones de sirios que intentan sustraerse a la violencia del gobierno de Bachar el-Assad o de los rebeldes que se le oponen y se internan en Turquía, en Grecia o Italia, y luego en el resto de Europa en busca de paz.

Las descargas racistas de Trump y compañía han sido condenadas por medio mundo, en especial por esos mismos líderes europeos que, subrepticiamente, tratando de que nadie se de cuenta, se han negado a acoger a los refugiados sirios —o iraquíes o somalíes o afganos— que a duras penas han logrado llegar a sus ciudades; o aquellos que han aprobado, tácita o explícitamente, idénticos exabruptos de otros políticos europeos, en un espectro que va de la ultraderecha finlandesa o danesa a Marine Le Pen o Viktor Orban; o aquellos que han desviado la mirada mientras se construyen otros muros, pagados con los impuestos de los ciudadanos europeos, en los confines de Melilla, Grecia o Bulgaria.

O aquellos que firmaron el infame tratado con Turquía que, violando todas las normas internacionales sobre derechos humanos, permite la expulsión masiva de sin papeles —incluyendo a los sirios que huyen de la guerra civil—, con la promesa de que un número equivalente de refugiados, provenientes de Turquía, sea acogida en compensación.

Como si esos sirios que se adentran en la Europa no fuesen seres humanos individuales, con historias únicas e irrepetibles —con frecuencia, de un horror abismal—, los líderes democráticamente electos de los países que forman la UE han acordado expulsarlos en masa, sin evaluar sus circunstancias personales, hacia un tercer país que no se ha distinguido en los últimos años por su defensa de las libertades individuales. No es tan grave, argumentan sus políticos con un cinismo apabullante: expulsamos a unos, acogemos a otros. Escuchar semejante respuesta en voz de los gobernantes de una de las regiones más prósperas y libres del planeta provoca escalofríos.

>Fragmento del libro Contra Trump. Panfleto urgente, de Jorge Volpi (Debate, 2017). Agradecemos a la editorial las facilidades otorgadas para su publicación.