En muchos mexicanos se ha instalado la percepción de que el país requiere de cambios que no han podido concretarse. Son tres los factores que pueden generar o facilitar los cambios estructurales en el seno de las sociedades contemporáneas. Uno de ellos es lísico y, quizá por ello, es el más terso. Produce el cambio a partir de las propias lisis  políticas y deriva de la propia capacidad que tengan los propios centros de poder como el gobierno y los partidos para generar y sostener el proceso de transformación.

Este no parece ser el escenario mexicano actual. El gobierno y los partidos ya han demostrado plenamente que no pueden transformarse ni ellos mismos, mucho menos a la nación. En el primer sexenio de este siglo, la Presidencia de la República prometió cambiar el país y no pudo cambiar ni de aeropuerto. El actual sí lo está logrando. Pero el Congreso de la Unión, frente a una reforma del Estado que renivele los poderes públicos, no ha podido quitarle a la todopoderosa Presidencia ni los vales de gasolina. Es decir, resolver la transformación por lisis ni se nos ha dado ni se nos dio.

Otro de ellos es crítico y, quizá por ello, es más ríspido. Produce el cambio a partir de las propias crisis políticas y deriva, a su vez, de dos posibles manifestaciones fenoménicas. La vía pacífica que hoy la conocemos con el nombre de transición y la vía beligerante que la hemos conocido, desde siempre, con el nombre de revolución. Una y otra requieren del componente ineludible de una generación propensa a la transformación más que a la preservación.

Este tampoco parece ser el escenario mexicano actual. La generación de mexicanos que hoy está al mando de lo nacional está más diseñada para consumar los salvamentos que para producir los cambios. Esto tendría muchas explicaciones pero me quedo con una. Hemos pasado la mayor parte de la vida en medio de peligros y naufragios políticos, económicos y sociales. Es decir, resolver nuestros cambios por medio de la transición o de la revolución, es decir por crisis, ni se nos ha dado ni se nos dio.

El tercer factor es casi unipersonal. Reside en la capacidad de liderazgo o de caudillaje poseída por algunos hombres que emergen, precisamente, cuando los factores precedentemente aludidos se han ausentado. No tienen un estilo propio sino ambivalente. Pueden contener el orden de las transiciones francesa de 1959 y española de 1978 o las sacudidas del cambio mexicano de 1910 y ruso de 1917.

Lo grave de estas ausencias es que si el cambio no se genera en el interior buscará su origen donde sea. Es como una presa que recibe más tributo que lo que tiene de desfogue. Se colma, se escurre y se revienta. Cada quien, seguramente, tiene su propia medición del caudal actual y del tamaño y resistencia de la presa en la política mexicana.

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