A cuarenta y tres años de su desaparición física, el 7 de agosto de 1974 en Tel Aviv, Israel, continúa vigente la fortaleza espiritual de Rosario Castellanos (México, D.F., 25 de mayo de 1925), a través de su obra lírica, periodística, narrativa y ensayística. Sentimos, y compartimos, la honestidad y valentía con que asumió su condición de mujer. En esta busca de huellas y de tiempos, la Castellanos alcanza una estatura de primer orden. Y es que su obra literaria refleja, necesariamente, su visión del mundo, reveladora del verdadero sentimiento, de la experiencia vital, partiendo de una emoción profunda, auténtica, a tal grado que se vuelve revelación espiritual.

La reflexión surge luego de observar con detenimiento la conciencia sensible, interior, de esta autora, metamorfoseada en cantos elegíacos, trágicas transparencias intimistas, que se enhebran en versículos contundentes, con suaves hemistiquios. Aspectos genésicos, cosmogónicos, caracterizan a sus poemas. Hay una visión dramática, sagrada, de la existencia, aunque siempre en pugna con su visión intelectual. La voz primera, mítica, frente a la creación del mundo, sin olvidar la significativa insignificancia del hombre —en su sentido genérico—, del individuo, ante la naturaleza. Por algo el matrimonio anómalo del Cielo y la Tierra Produjo al ser humano, un ser inocente, imantado a la terrenalidad, a la circunstancia del tiempo, pero con amplios, profundos deseos de inmortalidad. Este Sentimiento trágico de la vida, como reflexionaba Unamuno, se encuentra presente en los primeros textos líricos de la escritora.

La Castellanos gradualmente va dando cauce a la meditación, a su sentido de pertenencia social, a su máximo valor como ser humano. Por eso el tono irónico, acervo, ácido a veces. Y es que como ente imbuido en un proceso social, muchas veces denigrante, hostil, para su condición de mujer, la poetisa responde a su naturaleza, y convicción social; por consiguiente, hay transformación en sus contenidos. Desde Apuntes para una declaración de fe (1948) hasta sus últimos textos (1972), la escritora mexicana —acaso la más completa que ha dado el mundo de nuestras letras—, consigna su particular manera de pensar. Su riqueza interior, frente a la adversidad del mundo materialista y varonil, se vigoriza y forja en su poesía.

Lo trágico, el tono elegíaco, a veces genésico, potencializan a sus textos líricos, dándoles un aspecto de gravedad y solemnidad. Lamentación de Dido constituye un rango oracular; a través de heptasílabos y alejandrinos encubiertos, persiste la fuerza dramática, la liturgia, el sentido sacro del mundo. Su voz es un flagelo reflexivo que adquiere visos de ritual. Por supuesto que esta autoflagelación se revela, también, en sus textos periodísticos, recopilados en Mujer que sabe latín (1973). Esta degradación, este autorreconocimiento o anagnórisis asumido plenamente, se encuentra determinado en su novela Balún Canán (1957) donde el personaje padece lo indecible porque su hermano menor, un varón, fallece también está presente la visión machista, patriarcal, del mundo.

En su primera etapa, que va desde Apuntes para una declaración de fe (1948) hasta Lívida luz, Rosario Castellanos se expresa con un tono primordial, revelador: Sobre el cadáver de una mujer estoy creciendo,/ en sus huesos se enroscan mis raíces/ y de su corazón desfigurado/ emerge un tallo vertical y duro. En su primera etapa, insisto, como todo poeta que sabe captar los planos superiores, Castellanos toca los niveles de la profecía, e incluso prefigura su muerte: Ya no tengo más fuego que el de esta ciega lámpara/ que camina tanteando, pegada a la pared/ y tiembla a la amenaza del aire más ligero./ Si muriera esta noche/ sería sólo como abrir la mano,/ como cuando los niños la abren ante su madre/ para mostrarla limpia, limpia de tan vacía. (Cf. De la vigilia estéril).

Fatalmente materialista en su segunda y última etapa que va desde Materia memorable hasta Viaje redondo (1972), y quizá por lo mismo, sin el anterior destello de religiosidad, su voz poética refleja, desde luego, su concepción estética del mundo, su particular sentido de la vida, apoyada en la meditación, en los factores del pensar, en la dimensión social, sin olvidar el hálito poético. Su propuesta estética es ahora más directa, diversificada. No le interesan, por razones comunicativas, los aspectos metonímicos del verso, sino el modelo expresivo directo, caracterizado por la imagen enunciativa.

En este sentido, la obra poética de Rosario Castellanos constituye un magnífico testimonio de la expresividad rotunda de una mujer enredada en las crepitaciones solitarias de la creación, en esa soledad en llamas, como concebía Gorostiza a la inteligencia, en un universo varonil, en una sociedad patriarcal, según la Dra. Jean Franco (Cf. Las conspiradoras. La representación de la mujer en México, 1994). Por eso, en voz de Rosario: El mundo gime estéril como un hongo. Si hay modificación en sus contenidos, el cambio se advierte también en el aspecto técnico, puesto que la forma expresa el fondo, en una única unidad estructural. Por eso su deseo de prescindir de los innumerables aspectos retóricos.

Como poetisa, supo visualizar la intimidad de la mujer, otorgándole su dimensión exacta, justa; como ensayista reflexionó sobre los claroscuros de una sociedad que relega la condición femenina, por el solo hecho de la diferenciación sexista. Su infancia en Comitán (la mítica Balún Canán), tierra, de sus mayores, su trabajo en Los Altos de Chiapas, precisamente en las comunidades indígenas; su constante preocupación por la injusticia y la violenta realidad de sus congéneres, la llevaron a crear un universo narrativo de primer orden. Por ende, su narrativa adquiere una vertiente más de denuncia social.

Como novelista, desde los años 50 pretende exteriorizar el mundo indígena de Los Altos de Chiapas, lleno de vejaciones, como consecuencia de la estructura clasista de la entidad federativa, cuyo tejido social continúa en plena descomposición, agravada por el conflicto étnico-campesino del Primero de enero de 1994, y que tan bien prefigurara la autora. Por lo mismo, su visión crítica aún pervive y cobra mayor vigencia incluso en este siglo XXI. Sus obras Balún Canán (1957), Ciudad Real, cuentos (Xalapa, Ver., Méx., 1960) y Oficio de tinieblas (1962), están más allá de la simple ficción y del marco de la sociología. Sus personajes son reales, tienen relieve, volumen, y exteriorizan angustia y sufrimiento en un medio hostil, arrollados por las circunstancias físicas y sociales en que pretenden sobrevivir.

Aquí, más que nunca, se advierte esa concepción de la literatura como refiguración de la realidad, partiendo de una lectura correcta del entorno. (Habría que citar su poema dramático “Salomé”, cuya acción transcurre justamente en San Cristóbal de las Casas, en ocasión de un movimiento rebelde escenificado por chamulas, y que a finales del siglo XX resulta harto familiar). La sabiduría del Eclesiastés, la dureza y conminación de los Proverbios, la determinación y experiencia existencial de Jueces, prevalece en esta visión despiadada, más que la exaltación y la sensualidad con que el israelita canta sus intimidades a la Zulamita. Independientemente de su condición social, el amor, en Rosario Castellanos, es padecimiento, más que gozo devastador.