Hay ciudades cuya personalidad se impone como una evidencia al viajero desde el instante de su llegada, y otros que requieren un acercamiento minucioso, un proceso de adaptación lento y difícil. Las hay también a las que el forastero, pese a sus esfuerzos no se adaptará jamás, y su encuentro será como el de dos personas que, después de saludarse en un aeropuerto o estación de ferrocarril, se despiden para no volverse a ver.

Cuando visité a manzanillo por primera vez me pareció que conocía a la ciudad de toda la vida. Era un tarde limpia de diciembre y yo venía por carretera desde Santiago, a través de los antiguos dominios de parao y latifundio. De Palma Soriano a Jiguani, de Jiguani a Bayamo, nada evocaba ya los tiempos en que las cañas de Fico Fernández no  se ponía el sol. En villorrios y aldeas los guajiros pegaban amistosamente la hebra frente a la tienda del pueblo, lo fotografía de Fidel sonreía en la puerta de todos lo bohíos y, a orillas del camino, los postes blancos y anaranjados del I.N.R.A., se sucedían durante kilómetros y kilómetros.

Pasado Bayamo, tuve la impresión de que el paisaje mudaba un tanto. El sol estaba a punto de trasmontarse y la luz respetaba la variedad de colores. La yuca, el yarey y la caña barajaban sus verdes diferentes. Los contrafuertes de la Sierra Maestra adquirían una transparencia casi azul y, hacía el Cauto, el llano se tendía uniforme y liso, salpicada a intervalos por el techo de guano de un bohío o la grácil silueta de una palma real.

Manzanillo parecía reponerse del cansancio del día y por sus calles circulaba un río de gente que salía del trabajo y deambulaba sin prisa por la acera. Su aspecto—medio africano, medio colonial— me recordó a ciertas poblaciones de Andalucía en las que la influencia árabe se mantiene viva al cabo de los siglos y, al adentrarme hasta el parque, con su templete morisco, su iglesia blanca y el ruido inconfundible de las fichas de dominó sobre las mesas del antiguo círculo, me creí trasplantado, de pronto, a una ciudad española, como si mi niñez se hubiera desenvuelto allí y la población entera, con sus casas y sus hombres, hubiese habitado desde siempre las leyendas y sueños que componen la mitología personal de mi infancia.

Al atardecer, Manzanillo tiene un encanto melancólico de ciudad perezosa y adormecida. Esta apariencia—superficial, es verdad—podría inducir a error al visitante apresurado pues, desde la época de la colonia, la ciudad ha sido y es aún la avanzadilla revolucionaria de Cuba. Los mismos mulatos que conversan de modo indolente a la sombre de las arcadas, las mismas mujeres que caminan jugando graciosamente con la sombrilla, conocieron en su sangre la opresión de Batista y el Machadato y lucharon valerosamente contra ella.  Calar en la vida del manzanillero es desempolvar una larga historia de humillaciones, crímenes, persecuciones y hambre. Las cárceles, los bohíos arrasados, las noches en vela, las mutilaciones y torturas se mantienen frescas en la mente de todos. Durante años y años, docenas de hombres aparecieron muertos en los placeres, ahorcados en arboles y farolas, metidos en sacos e incendiados con gasolina.

Un dolor viejo ha templado el carácter de quienes trabajan hoy en la edificación del Socialismo. De Birama a Cabo a Cabo Cruz, la región de Manzanillo vive un extraordinario fervor revolucionario. En sindicatos, talleres, bodegas y plazas la gente discute apasionadamente de política.  Me acuerdo de la noche en que llegué a la ciudad anduve recorriendo los bares en busca de un órgano y, como no di con él, mientras escuchaba danzones en la victrola, entonado y alegre después de mi segunda cubalibre, un negro señaló a un grupo de chiquillos que correteaban por la calle y dijo: “Mire uté bien, háta lo niño cogerán el fusí si vienen lo  americano”.  

No era la primera vez que que escuchaba esta frase y no debía de ser la última. El día siguiente, los muchachos de la Ciudad Escolar Camilo Cienfuegos, me la repetían casi textualmente, en tanto que visitaba los bloques de viviendas que el Ejército Rebelde ha construido para los niños campesinos de la Sierra Maestra. Había acabado la clase de dibujo, y me reuní con ellos en el vestíbulo de uno de los dormitorios. Antes de la Revolución, nadie se preocupó jamás de darles educación ni sustento. Como en las zonas pobres del sur de España, corrían desnudos por el fango, con los vientres hinchados y los hermosos ojos tristes y consumidos, huyendo tal animalitos asustados ante la presencia de cualquier intruso. Ahora se agrupan sin miedo entorno al extranjero, con sus sonrisas blancas, sus rostros ávidos, sus manos locuaces y diminutas.

El escritor Juan Goytisolo.

El escritor Juan Goytisolo.

—¿Cómo te llamas?— El niño viste pantalón corto. Y, antes de contestar mira en rededor suyo y apoya los pulgares entre la pretina y el cinturón.

—Genovevo

—¿De dónde eres?

—De Mina Sun.

—¿Cuántos años tienes?

—Onse.

—¿Sabes quien es míster Kennedy?

—Si señor.

—¿Qué piensas tú de él?

—Que é un descarao y un sinvergüensa.

Genovevo ríe de sus propias palabras y, cuando le pregunto acerca de la guerra, se queda cortado y baja la vista.

—Mi hermano era rebelde… lo mataron.

—¿Y tu padre?

—También era rebelde.

—¿Dónde está?

—En mi casa. Ahora tiene vaca.

—¿Bebías leche antes de la revolución?

—No señor.

—¿Qué comías?

—Viandas.

—¿Carne?

—No, carne no.

—Ahora, ¿comes?

—Si señor.

—¿Qué quieres hacer cuando seas mayor?

—Ser dotór.—El niño desvía la mirada, amedrentado.

—¿En La Habana? ¿O en la Sierra?

—Donde la Revolución me mande.

En la Ciudad Camilo Cienfuegos, se respira un clima de fiebre parecido al de las poblaciones de buscadores de oro de las películas del lejano oeste. En el bar de la entrada, los soldados del Ejército Rebelde, conversan y fuman aprovechando un breve descanso.

Hay mulatos de rostro tallado como en piedra, negros con pantalones de perneras amplias, jóvenes de caballera larguísima y vistosos medallones de cobre, campesinos de ojos relucientes y espesa barba rubia. Mientras el capitán Peña atiende pacientemente a las consultas de sus hombres un guajiro que parece arrancado de las estampas mambisas que coleccionaba en mi niñez, amuela el filo de su machete y ríe cuando lo fotografiamos.

—E pá cortar marabú— dice.

Luego, tras una visita a las cochiqueras, talleres de carpintería y dormitorios de los soldados, el comandante Armando Acosta nos invita a su mesa y durante el almuerzo expones el plan de construcción de la ciudad y su desenvolvimiento futuro. Al terminar, Peña nos conduce en un “jip” hacia las Mercedes, en los estribos de la Sierra Maestra y la belleza del lugar me sobrecoge. Las colinas se traban y altean, desde el llano hasta las escurridoras agrestes de la montaña.

Sobre las lomas verdes, las palmas reales se elevan como explosiones de fuego de artificio, petrificadas e inmóviles. El jip repecha una cuesta muy pina y, en la cima del sendero se desboca. Las Mercedes se acurruca en la vaguada con sus casucas de madera, su reparto nuevo y el destartalado bar en donde se reúnen los guajiros. Liberado por el comandante “Che” Guevara meses antes de la caída del dictador, en sus alrededores se libró una de las batallas más importantes de la Sierra. A la vuelta del camino, una oxidada tanqueta del Ejército de Batista recuerda al visitante el heroísmo de quienes combatieron por la libertad de su patria.

Desgraciadamente oscurece y es preciso regresar a Manzanillo. El día siguiente salimos a pescar frente al Médano y debemos levantarnos temprano. Cuando me despierto, la niebla envuelve la ciudad. En el puerto, las gaviotas trazan círculos por el airee, impensadamente, caen sobre la presa en vertiginosa calada. Un alcatraz se eterniza en un hincón de madera. Los pescadores vuelven de atarrayar boquerón y amarran los cayucos en los pontones, junto al varadero.

A medida que el sol calienta, las nubes escampan y se diluyen. Mientras aproamos rumbo al Cauto y bahía Birama, el cielo es intensamente azul. Los cayos perturban la regularidad del horizonte como engañosos  espejismos. El viento ha amainado por completo y el aguaje de la quilla abre un surco de espuma en la lumbre quieta del agua.

Al llegar al veril del bajo, el mar transparenta las piedras de fondo. Hay corales, tortugas, erizos, estrellas. Los peces muerden continuamente el anzuelo y, una hora más tarde, colorados roncos, rubias, medregales, se apilan en el suelo de la lancha.

La costa es cenagosa, cubierta de mangle. El Médano—como su nombre indica—, se asienta en un banco de arena, casi a flor de agua, en la desembocadura del río Cauto. Cuando nos acercamos a la orilla , un pescador lanza la atarraya entre las balizas que señalan el emplazamiento dele engodo. Antes de hundirse, el arte se abre como un pañuelo agitado para una despedida y, al halar de él, la red emerge poco a poco con los camarones enmallados.

Por sus bohíos de guano, el manglar tupido y el suelo cenagosos, el Médano parece un poblado de África. Hasta el triunfo de la Revolución, un centenar de pescadores vivía allí en condiciones miserables. Sin médico, sin luz, sin escuela, los niños desmedraban, devorados por el jején y el mosquito. Para colmo de males, a cada crecida del río, el agua invadía las chozas y arrastraba consigo sus pobres enseres.

—Lo que me daba más coraje— explica Beto García, un mulato corpulento responsable de la nueva cooperativa—, era que mi doce hijo cresieran inorante, sin saber leer ni écribir…

Ahora cada pescador dispone de una vivienda moderna y confortable en la Ciudad Pesquera. La Revolución les ha restituido su dignidad de hombres y sus hijos frecuentan las clases. Las últimas familias que vivían en el Médano se mudaron el pasado año. A partir de entonces los hombres sólo van allá a pescar y, al cabo de la semana o la quincena, regresan a descansar a sus casas de Manzanillo.

—Todo lo pescadore somo milisiano— dice Beto—- El que no defiende éto no tiene madre.

Mientras me guía por el poblado, Beto habla de los diez brigadistas de Patria o Muerte que vinieran a alfabetizar a sus compañeros-

—Era un sitio muy duro pá eyo… Pero aguantaron.

Su hermano Agustín se ha unido a nosotros. — Es más bajo y delgado que Beto, de rostro aindiado y ademanes felinos.

—Durante la tiranía lo caquito venían a quemarno  lo bohío  porque desían que ayudábamos a lo rebelde…

—Entraba en tu casa y lo destrosaban todo— añade Beto. —Y  uno felis de que no le sonaran.

—Mataban a la gallina por gúto… Uno marinero ajumado le dieron veintiocho tiros a un puerco.

Un muchacho rubio remalla la plomada de su atorraya. En el interior de una choza diviso una paila con camarones secos. Más lejos varios niños apelmazan la masa de los engodos, tras haber mezclado el boquerón con el fango. Las moscas forman una nube oscura alrededor de nosotros y el sol brilla en el cielo con obsesiva fijeza.

Agustín y Beto suben también a la lancha y el resto del día visitamos la desembocadura del Cauto y el villorrio de esteros. Durante unas horas del paisaje se reduce a agua y mangle y — de trecho en trecho—algún bohío en ruina como abandonado. Esteros está edificada sobre la ciénaga y, para ir de una choza a otra, los pescadores han ingeniado una red de improvisados puentecillos. En el hogar común, frente al pontón, el cocinero guisa arroz para la cena. El aire crepuscular parece estancado y —por afán de novedad creo yo—, el jején se encarniza conmigo.

—Ahora todo viven en la Siudá Pequera— dice Beto cuando retornamos—. Si tiene un ratico libre deje de ir por allá.

Prometí hacerlo así y, dos días más tarde, Agustín me enseñó sus dependencias: la moderna construcción del mercado, la Tienda del Pueblo, recién inaugurado grupo escolar. Entré en el interior de algunas casas y, reunido en tertulia con otros pescadores, Beto me planteó los problemas de la Cooperativa.

—Alguno compañero conservan aún la mentalidá de ante y tenemo que fajarno duro con eyo… Por ejemplo, mucho piden fiado sin necesidá. No comprenden que todo éto é nuestro…Que la Revolución lo hiso pá nosotro…

—Al principio hubo vario que preferían salir con una barquita chiquitica y pasar hambre y privasione con tal de pecar pá eyo— dijo un muchacho.

—El capitalimo le ha deformao el cerebro—terció otro—. Ni ahora tan siquiera saben lo que é la plusvalía.

—Lo jovensito ya é ditinto…Eyo tienen la cabesita fresca y asimilan mejor… A todo lo que pasamo de treinta año lo que deberían hacer é afusilarno por viejo.

—Yo yamo viejo al que tienen complisidá con el pasado—rio Beto—. Voy pá lo cuarenta y ocho año y no quiero que me afusilen.

Por espacio de dos días, había callejeado sin rumbo por Manzanillo y empezaba a acordarme del nombre de los barcos y de los discos de órgano oriental de las victrolas y de las infinitas combinaciones de refresco, jugo de fruta y agua de coco con ron Bacardi.

Me agardaba  sentarme en un banco de la plaza y contemplar la falda ceñida de las mujeres y su contoneo sensual, mientras caminan protegiéndose de la resolana con marchitas y descoloridas sombrillas. Por la tarde, acordado en la barra de algún café, me entretenía observando los corros de comadres y los juegos misteriosos de los niños en tanto que, a mi lado,  un guajiro de la Sierra o un negro vestido de rosa y blanco —como un helado de limón y fresa— hablaban de Kennedy y Fidel, de dialéctica y marxismo-leninismo. Imaginaba que conocía lo mejor de la región—y no la había visto aún Cabo Cruz.

Para llegar al cabo, la carretera bordea la costa del golfo de Manzanillo y atraviesa Campechuela, Ceiba Hueca, San Ramón y Niquero. Antes de la Reforma Agraria la mayor parte de la tierra pertenecía a Delio Núñez Mesa y a la tristemente célebre familia de  los Leones.

—Fidel les cortó la melena y los siquitrilló—dice mi acompañante—. Eran los caciques de la región y lo único que hicieron para el pueblo, fue una cárcel.

En la actualidad el INRA, construye cooperativas, repartos de viviendas, escuelas de capacitación y granjas avícolas. Tractores soviéticos y checoslovacos roturan los campos de la próxima siembra de algodón y, en los centrales, el personal se apercibe ya para la inminente emulación de la zafra.

Cuando cruzamos Belic nos detenemos a beber un trago junto a la Tienda del Pueblo y la belleza de las muchachas me hace latir el corazón más aprisa. Las trigueñas y mulatas del lugar son célebres en toda Cuba. La que sirve en la barra tiene los ojos oscuros y la piel mate y —como la miro— sonríe maliciosamente.

A la salida de la población hay un magnifico cocal y, en la playa de las Coloradas, nos apeamos a ver el “Granma”. El soldado que cumple funciones de guía—un mulato de unos cuarenta años, que perdió un hijo en la “limpieza” del Escambray—, nos conduce por una pasarela de tablones, a través de la ciénaga, hasta la orilla  en donde Fidel y sus hombres desembarcaron.  En el tronco de un mangle, una inscripción reza simplemente: AQUÍ NACIÓ LA LIBERTAD DE CUBA. Luego, al visitar el interior del “Granma”, mi mirada se detiene en un voto marinero que, bajo formas distintas, he elido en numerosas embarcaciones de España: “Señor recuerda que el barco es pequeño y el mar inmenso”.

La carretera corta en línea recta un espeso bosque de júcaro y almácigo y, pocos kilómetros más allá  de monte Gordo, Cabo Cruz aparece de pronto —uno de los parajes más bellos de la isla, sin duda alguna—. Los cayos forman un puerto natural navegable y el azul del mar es increíblemente limpio. En los últimos tiempos de la colonia los españoles hicieron un faro que se utiliza aún. Continuando hacia el poblado—tras una breve asomada al muelle del embarque y Tienda del Pueblo—, se  bordea un cemento minúsculo, abandonado desde hace muchos años. Una caleta y hierbajos medran entre las cruces caídas y, al inclinarme sobre una de las lápidas, descifro la inscripción.

ADELINA FIGUEREDO.—DICIEMBRE 1887

Los bohíos de los pescadores se escaquean en medio del cocal y, varadas en las playas sombreadas de mangle, columbro varios cayucos, botes y piraguas.  Al aproximarnos al centro del poblado resuena una canción del trío Matamoros. Es domingo y varias parejas bailan en un bar con techo de guano al alegre compás de la victrola. Los viejos miran desde los bancos laterales y, al cabo de unos minutos de charla, conversan conmigo como si fuéramos amigos siempre.

Todos me hablan de un tal Ramón Reyes a quien días antes, un individuo sospechosos pidió informes acerca de la distancia que había hasta Jamaica y el estado del cielo y la duración probable de un eventual viaje. El pescador contestó  amablemente a cada una de las preguntas y, empuñando, de improviso, el revólver de miliciano, agregó: “Pero tú no vá…tú etá preso”. Como demuestro interés  en conocerle van a buscarlo a su casa y me lo presentan triunfalmente. Ramón es un mulato barbudo que ríe como un niño y parece feliz de nuestro encuentro. Al igual que los demás pescadores forma parte de la cooperativa de Cabo Cruz y, mientras bebemos saúco helado, me refiere la aperreada vida de él y de sus compañeros bajo la tiranía de Batista.

—Etábamo esclavisao, trabajando pá cuatro eplotadore… Había niñita de dose año que parecían viejita de ochenta.

—Lo nuetro é chiquitico , pero é puro—dice su amigo Manuel Díaz—. Lo hisimo a pulmón y no no lo quita nadie.

—Acá, en el que no sea revolusionario se le chequea y si no se aclara en seguida se queda a comer basurita y atar cañita háta que se muera de áco.

—¿Y los americanos?— digo.

—Lo cubano somo muy guapo pá fajarno. Como no boten la república al agua y maten a todo lo niñito, aquí no vuelven a entrar.

Cuando me doy cuenta ha oscurecido y Ramón y sus amigos hablan todavía de un pasado de miedo e injusticias y un presente de realidades y esperanza. El órgano oriental vibra en la noche de modo melancólico y las primeras estrellas lucen en el cielo.

Horas más tarde, mientras iniciaba el regreso a La Habana, comprendí que la región de Manzanillo—y Cuba toda—, había calado hondo dentro de mí. Pensaba en los amigos de Ramón y en los pescadores del médano, en el soldado que perdió el hijo en Escambray y en el guajiro rubio que afilaba el machete. En la Revolución que había puesto en marcha a uno de los pueblos más nobles del mundo—y supe que que, en adelante, vivir alejado de él, no sería para mí una separación, sino un destierro.

>Texto extraído del suplemento “La Cultura en México” #2, 28 de febrero de 1962.