Un día sí y otro también, Miguel Ángel Mancera repite que quiere ser candidato presidencial, ya sea por el PRD o por el PANRD (alias Frente Amplio Opositor). Como desde hace cuatro sexenios se ha entronizado en México el pobrediablismo, hoy cualquiera se cree con tamaños para disputar el mando de la nación o lo que dejen de ella sus actuales gerentes.

Mancera fue un chico bien portado. Buen estudiante, los grados de licenciado, maestro y doctor en derecho los ha obtenido con alta calificación y distinciones que suponemos muy merecidas. Tan aplicado como en la escuela lo fue en sus primeros cargos públicos, ya fuera como asesor de la Asamblea Legislativa del Distrito Federal o en los varios puestos que ocupó en la Secretaría de Seguridad Pública capitalina, pasando por el Consejo de la Judicatura del Distrito Federal.

Lo difícil llegó después, cuando Marcelo Ebrard le dio la Procuraduría del DF, donde su gestión transcurrió sin pena ni gloria, apenas con lo necesario para hacerse de la confianza del mismo Ebrard, que mediante una negociación con Andrés Manuel López Obrador lo hizo candidato al gobierno de la Ciudad de México por el PRD sin pertenecer a este partido.

En la elección por la jefatura de gobierno, Mancera triunfó con más de 60 por ciento de los sufragios, algo sin precedente en la era de una abierta y real competencia electoral. Pero el beneficiario de tan alta votación no entendió que el electorado estaría con él a condición de que trabajara en serio para resolver los problemas de la capital.

Creyó Mancera que ese 60 por ciento de los votos era la patente para  hacer lo que le dictara su voluntad, y nada más. De ahí sus interminables viajes por el mundo para codearse con jefes de Estado y otras personalidades mientras la ciudad se hunde en el peor de los abandonos.

Durante su gestión —o por falta de ella–, las calles de la capital parecen haber sido bombardeadas, las zonas enjardinadas son basureros improvisados, la delincuencia se ha enseñoreado de zonas antes tranquilas, han vuelto las inundaciones que creíamos terminadas desde los tiempos de Uruchurtu, el tránsito es un castigo cotidiano para quienes se atreven a manejar en la gran urbe, las obras públicas son camellones y postecitos que complican la movilidad y las multas de tránsito o por estacionarse en vía pública se han convertido en una mina de oro para las empresas privadas a las que Mancera regaló las respectivas concesiones, en perjuicio, por supuesto, de los sufridos ciudadanos.

¿Y así quiere el señor ser candidato presidencial?