En una auténtica noche de brujas adelantada se ha convertido la Casa Blanca en los últimos días. Los acontecimientos han venido a confirmar lo que muchos adelantaron: a la inexperiencia político administrativa del nuevo inquilino de la residencia de la calle Pennsylvania, se sumó su inestabilidad emocional y su megalomanía.

El herradero —diría un taurino— es tal que en seis meses ha tenido dos nuevos jefes del staff presidencial, una especie de coordinador del gabinete; dos asesores de Seguridad Nacional, que no es un cargo menor; dos voceros de prensa, y como se ven las cosas habrá próximamente más relevos entre el personal de la residencia oficial del Ejecutivo estadounidense.

Los enredos, intrigas, malentendidos, dislates y resbalones del equipo cercano de Trump son producto básicamente del total y absoluto desconocimiento de la cosa pública y de las tensiones por las investigaciones de la intervención de Rusia en el proceso electoral norteamericano que cada vez emerge más como un iceberg contra el cual chocó el gobierno de Trump.

A lo antes señalado agréguele el lector las remociones de los directores del FBI y de la CIA y las confrontaciones del propio presidente con su procurador,  y entonces podrá dimensionarse que no es solo el personal de la Casa Blanca. Los diferendos y enfrentamientos son con la muy poderosa comunidad de inteligencia y los altos niveles de las fiscalías o procuración de justicia, responsables de investigar las múltiples aristas de lo que han denominado el Rusiagate.

Pero ahí no acaba todo, en el Congreso el propio partido de Trump, esto es los republicanos, parecen retirarle el apoyo y no pasaron la propuesta de desaparecer el Obamacare, a lo cual el presidente respondió llamándolos tontos, y enconado así la relación con su propio partido, sin que se vean los operadores políticos que restauren la necesaria confianza, retroalimentación y fluidez que debe existir entre el titular del Ejecutivo federal y su fracción parlamentaria en todo régimen democrático, mas allá de los naturales equilibrios y contrapesos que deben existir entre ambos poderes.

A esta, de suyo grave, situación, en el muy corto lapso trascurrido para el nuevo gobierno y sin necesidad, que más parece necedad, el presidente Trump escala su conflicto con la prensa escrita, especialmente con los diarios de mayor influencia, como The Washington Post y The New York Times, y no parece dimensionar que nada bueno habrá de cosechar en el enfrentamiento y más temprano que tarde pagará el precio de un pleito que compró gratis.

En este escenario, es conveniente reflexionar que tan positivo o negativo puede resultar para México que se haya privilegiado el acercamiento con el entorno cercano de Trump, y desdeñado, por lo menos aparentemente, la utilización de los canales diplomáticos y oficiales. Y desde luego reiterar que Trump es el presidente de Estados Unidos, y se equivocan quienes al referirse a él lo hacen con insulto y denuestos. Nos guste o no, es con él con quien habremos de tratar, por lo menos, los próximos tres años y medio.

Por lo pronto, con esta administración negociaremos un nuevo TLC o renegociaremos el actual, aunque con algunas condicionantes anunciadas por Estados Unidos, quizá nos lleven a seguir a Canadá, que ya anunció que si existe empecinamiento en modificar los mecanismos de solución de controversias abandonara las negociones. Aceptaremos imposiciones inaceptables para un país soberano para salvar los flujos comerciales, o nos levantamos de la mesa de negociación confiados en que los sectores productivos estadounidenses presionaran a su propio gobierno para alcanzar acuerdos de beneficio mutuo. Por lo pronto ellos ya mostraron sus cartas. La negociación debe ser trasparente o será motivo de campaña en 2018 para desacreditar el régimen. Esa es la cuestión.