Segunda y última parte

Vale la pena, para los muy jóvenes (o menos enterados), recordar que el genio solitario de Rulfo pertenece a un grupo literario. Sus amigos, desde su natal Jalisco, fueron el actor y cuentista Juan José Arreola, y el filólogo y tardío novelista Antonio Alatorre. Mariana Frenk, ella misma escritora, es responsable de la traducción de Pedro Páramo, que extendió el prestigio de Rulfo por el mundo. (Margit Frenk, quien fue esposa de Alatorre, comparte conmigo la idea de que la fama de Rulfo en Europa proviene de la traducción de Doña Mariana).

¿Qué se puede decir de Juan Rulfo en su centenario? Sí, que es el más grande escritor del siglo XX mexicano. Que él, más que ninguno, merecía el Nobel y no lo obtuvo. Su fama, que es mundial, se apoya, más que en sus cuentos, (que en lo personal, prefiero) en su única y breve novela: Pedro Páramo

Esta obra se inicia con Juan Preciado que va en busca de su padre. Lo guía un arriero, que después sabremos que se llama Abundio, quien lo encamina a casa de Eduviges, una mujer amiga de Doloritas Preciado, esposa de Pedro Páramo.

Todo ocurre en un ambiente desolado, en una tierra seca, miserable. Abundio ya advirtió (y se siente como una premonición) que: “Aquello está sobre las brasas de la tierra, en la mera boca del Infierno.” Y con humor insuperable añade: “Con decirle que muchos de los que allí se mueren, al llegar al Infierno regresan por su cobija”.[1]

Comala, el territorio imaginario de Rulfo

Comala, al menos un lugar con ese nombre, existe en el vecino estado de Colima. En las fotos, como en el recuerdo de Doloritas, Comala es verde, casi tropical, como el paraíso que la madre describe a su hijo antes de morir:

“…Llanuras verdes. Ver subir y bajar el horizonte con el viento que mueve las espigas, el rizar de la tarde con una lluvia de triples rizos. El color de la tierra, el olor de la alfalfa y del pan. Un pueblo que huele a miel derramada…”[2]

Al pie de la letra de Rulfo, los críticos han convertido el nombre en símbolo que se deriva del nombre del comal, el que se pone directamente en la lumbre. En la novela, abriéndole la puerta al mito, la palabra Infierno aparece con mayúscula, de ahí que algunos hayan identificado a Abundio con Caronte, el barquero del Hades.

Al lado de Juan Preciado, el lector comienza a comprender que en Comala sólo habitan las ánimas. La voz de Doloritas en los oídos de Eduviges apenas se oye, Abundio el arriero hace tiempo que murió. Pronto, Juan Preciado estará en una tumba que comparte con Dorotea. Sabremos que Susana San Juan, la única mujer que amó Pedro Páramo, también está muerta. No se trata de una historia de fantasmas, ni de una leyenda, ni siquiera de un cuento de aparecidos de origen popular. Tal pareciera que así es la vida en Comala, como si la gente muriera, sin darse cuenta, del dolor de vivir tan dejados de la mano de Dios. Una vida que para sus habitantes, los personajes de la novela, transcurre, más que en el infierno, en el purgatorio, adonde son condenadas las ánimas en pena.

Pedro Páramo, el cacique de Comala

Al mismo tiempo, la historia que se va narrando es la del cacique Pedro Páramo. Este nombre indígena se refiere a un tipo de explotador que algunos consideran privativo de México. Es, para empezar, dueño de tierras, vale decir de una hacienda (o de dos, como Pedro Paramo, que se ha apoderado de las tierras de Doloritas). Al decir del escritor, la Media Luna mide: “Todo lo que abarca la mirada”.

El cacique se va relacionando con las mujeres, de tal manera que por medio de la compra (como con Susana San Juan), de la violación (como en los casos de Miguel Páramo) o del engaño (como sucede con Dolores Preciado) se va convirtiendo en padre de los hijos del pueblo, como de Abundio que también es hijo de Pedro Páramo. Al pie de la realidad regional, el cacique, como no reconoce a los hijos, suele ser, si no el padre, el padrino; de ahí, otro nombre de esta forma del poder, el compadrazgo.

Es un poder local que convoca muchas complicidades, en Pedro Páramo, se llama Fulgor Sedano, quien se resiste y luego se convierte en la mano derecha, y ejecutora, de Pedro Páramo, quien debe muchas muertes. Su licenciado es Gerardo Trujillo con leyes creadas o forzadas por el cacique. El Tilcuate se encarga de cohechar, con armas y hombres, a los revolucionarios para que nadie ponga en entredicho el poder de Pedro Páramo. Esta dimensión política de la novela, respaldada por las acciones políticas del autor, suelen ser dejadas de lado por los críticos, unos, porque Rulfo atacaba a Octavio Paz y otros, como sí ha recordado Carreño Carlon en este centenario, porque fue muy fuerte el enfrentamiento entre Rulfo y los militares, y optan por, precavidamente, sacarle la vuelta.

Otro de los factores del poder caciquil es la Iglesia, en esta novela representada por el Padre Rentería, quien deja pasar las fechorías de Pedro Páramo que las mujeres víctimas le susurran en el confesionario y a quien, además, el cacique debe la muerte de su hermano y la violación de su sobrina Ana:

El asunto comenzó –pensó—cuando Pedro Páramo, de cosa baja que era, se alzó a mayor. Fue creciendo como una mala yerba. Lo malo de esto es que todo lo obtuvo de mí: “Me acuso padre que ayer dormí con Pedro Páramo.” “Me acuso padre que tuve un hijo de Pedro Páramo.” “De que le presté mi hija a Pedro Páramo.” [3]

Con estas mujeres se cuela, sin apenas enunciarlo, otro tema, el de la búsqueda del padre, y de algún modo el de la mujer violada en la Conquista, vale decir el de la identidad nacional, tratado por Rulfo desde este otro punto de vista. (Distinto a Carlos Fuentes, Octavio Paz, Santiago Ramírez, Samuel Ramos o Roger Bartra). En efecto, como muchos han escrito, Rulfo no habla del mundo indígena, sino de los mestizos.

No son de manera explícita los temas de esta novela, pero la identidad nacional, la búsqueda del padre y el descenso a los infiernos son evocados, “en clave poética”, podría haber dicho García Márquez, en las páginas de esta obra maestra.

Pedro Páramo sufre porque desea al amor de su infancia: Susana San Juan, quien amó a otro hombre, Florencio, y se escapa del cacique al poner a la locura como tierra de por medio, lo único que no puede vencer ni comprar Pedro Páramo.

Nadie escribe como Rulfo

Los más nos demoramos en enumerar su vocabulario, que se ha llegado a filiar como del sur de Jalisco; otros, llaman la atención sobre el carácter oral, menos se fijan en que se asemeja a la poesía. Nadie ignora que Rulfo pensó en titular a esta novela Los murmullos. Es cierto, Comala se oye, para ser más exactos se escucha, es el rumor de las voces de las ánimas que acaba por matar de miedo a Juan Preciado.  “Este pueblo está lleno de ecos. Tal parece que estuvieran encerrados en el hueco de las paredes o debajo de las piedras”.[4] Y añade Damiana Cisneros (porque con perdón de Roland Barthes que postula lo contrario, la lengua literaria es redundante): “Oyes crujidos. Risas. Unas risas ya muy viejas, como cansadas de reír. Y voces ya desgastadas por el uso. Todo eso oyes. Pienso que llegará el día en que estos sonidos se apaguen”. [5]

 En el párrafo citado, una probadita del laconismo de Rulfo, laconismo que paradójicamente (tal vez para fingir la oralidad) no rehúye la reiteración, que, por otro lado, es recurso de la poesía, como las aliteraciones que suele prodigar Rulfo. “El reloj de la iglesia dio las horas, una tras otra, una tras otra, como si se hubiera encogido el tiempo”.

Es habitual que, como en el teatro prehispánico, el que escucha haga eco de lo que se dijo. O este diálogo, similar a otros muchos, en que parece que no se oye o no se oye bien e invita a una reiteración que casi nunca se cumple:

Yo. Yo vi morir a doña Susanita

—¿Qué dices, Dorotea?

—Lo que te acabo de decir

Los sonidos, en fin, de las campanas que avisan de la muerte de Susana San Juan y que acallados más tarde por la fiesta popular provocarán la ira del cacique que por eso condena a muerte a Comala.

Hay quien ha llegado a la exageración de suponer que, como predominan los diálogos (los murmullos), Rulfo suprime la descripción. Lo que sucede es que, como en “Luvina”, la descripción corre por cuenta de los personajes. Y para colmo, unas descripciones son tan insólitas que no lo parecen. Escuche, usted, esta definición de Pedro Páramo, que una vez leída se queda en la memoria:

—¿Quién es? —volví a preguntar

—Un rencor vivo —me contestó él[6]

Cómo no detenerse en la singularidad de Rulfo que escribe: “Tengo la casa toda entilichada”, “después de trastumbar los cerros” o el arriero “que se siguió de filo” o el grito del borracho que alardea_ “ay, vida no me mereces”.

O esta frase que culmina la trama con la muerte de Pedro Páramo: “Dio un golpe seco contra la tierra y se fue desmoronando como si fuera un montón de piedras”, proceso que en la mitología se conoce como petrificación y aparece en las obras afines (porque caben en el apartado del realismo mágico que nadie, ni Seymour Menton, atina a definir). Tal es el caso de las tecunas, mujeres que se petrifican en montañas, en Hombres de maíz, de Miguel Ángel Asturias o  de la muerte de Isabel Moncada en Los recuerdos del porvenir, de Elena Garro, quien en Un hogar sólido pone  a los muertos a conversar en sus tumbas. Otra vez, con la petrificación, el mito que se cuela como quien no quiere la cosa o como Pedro por su casa. Es obvio que Rulfo, que de veras era culto, que conocía todas las literaturas, así en plural, no busca el mito, se le da, se le aparece.

Las escenas son sueltas, como si los personajes apenas interactuaran entre sí. Rulfo va entreverando las escenas, las idas y vueltas por el tiempo. Esta célebre estructura de la novela que todo mundo quiere atrapar al vuelo para arrancarle a la obra, el que, se intuye, es su más preciado secreto estético. Uno de estos fragmentos magistrales, que no he mencionado y no quiero dejar de hacerlo, es el de los hermanos incestuosos. Esta estructura por escenas sueltas que forman una colectividad, unos la arriman al cuento, otros la hacen descender de la cronología por saltos de Faulkner y hasta hay quienes aseguran prefigura el posmodernismo con su mundo fragmentado. Yo le encuentro parecido, un aire de familia con La feria, a su vez la única novela de Juan José Arreola.

Rulfo, nuestro clásico

Borges propone que un clásico es aquel en que todo parece deliberado, y se lee con previo fervor y misteriosa lealtad. Las frases de Pedro  Páramo siempre me recuerdan esa definición borgiana, cuando leo, por ejemplo, estas palabras de Dolores Preciado: “El olvido en que nos tuvo, mi hijo, cóbraselo caro”. Y se puede decir lo mismo de todas y cada una de las citas aquí evocadas: “un rencor vivo” o el inicio de la cita del Padre Rentería, que comienza así: “El padre Rentería se acordaría muchos años después…” y que algunos suponen hace eco en el famoso inicio de Cien años de soledad: “Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo”.

En efecto, lo dicho. Para mí, Rulfo es el más grande escritor del siglo XX mexicano, se le reconoce entre los más grandes de la literatura universal, se le equipara con Shakespeare, con Cervantes, con los trágicos griegos, y es, por supuesto, nuestro clásico.

[1] Pedro Páramo. México, Editorial RM y Fundación Juan Rulfo, 2017. P. 8.

[2] Ibídem. P. 21

[3] Ibídem P.73.

[4] Ibídem. P.44

[5] Loc. Cit.

[6] Ibídem. P. 8.