Mariana Bernárdez
En los ojos de Ramón había barcas cruzando un mar insondable y pájaros volando en un bosque apresado en la hoja de un poema. El centro de su poesía refleja el mundo de la nervadura y la herida de la noche de San Juan, ¿aguarda acaso en sus versos el amor aquél descrito por su padre en referencia a Platón? El pasaje es hermoso: “El amor no se halla ni en la perfecta identidad ni en la perfecta movilidad. Es justamente la movilidad que aspira a la eternidad. No es dios ni es hombre. Es un demonio —un mensajero— que pone a los hombres en contacto con Dios.”[1]
El amor donde se apresa la paradoja irresoluble del movimiento en su contención, de ese cambiando reposa de Heráclito, hilo que se ovilla en la mano que escribe y que a lo largo del pensar va deshilando su trama en la infinita nostalgia de saber dónde el cielo, dónde la tierra. Y escribe Xirau:
Templo III
Cada hoja repite, infinita y puntual,
las ojivas del claustro,
arquitectos antiguos o soñados acaso
andan de luz en luz por los vitrales
(se acentúa el otoño, son más claros los árboles
y la luz es más pura cuando el pájaro
—gorrión del paraíso—
asustadizo mira los movimientos
lentísimos del árbol).
¡Recogimiento eterno de la luz!
Olas del mar distante en las ojivas
Y el canto en los vitrales animados del agua.
Entre lo intocado y lo hallado, ¿cuál ha de ser la palabra precisa y justa que exprese ese sentido?, ¿cuál habrá de pronunciarse en el momento más alto de la noche?, ¿la poética por ser más ceñida y equívoca?, ¿por crear un cerco alrededor de eso que se mira y nos mira, y cuya contemplación se derrama en una descripción activa, simple y vertiginosamente profunda? De todos los poemas leídos, sigue resonando dentro de mí “El río”, quizá porque revela las diversas tradiciones con las que dialogaba Xirau, quizá por la complicidad que establece con el lector, o quizá por la confluencia de los caminos que va trazando entre la poesía y la filosofía:
Me pasa el río que pasa
y yo soy este río
si la ventana abierta
hace contagio de ojos y de aguas.
La poesía y el lenguaje, o ¿el lenguaje de la poesía?, palabras que se pronuncian desde lo no pronunciable, palabras indecibles, blancas, al borde, en el pretil del acantilado, vivas, quemando el cruce y el entrecruce hasta situar en el dintel del enigma. Palabras vivas, palabras llamadas así por otro poeta catalán, Joan Maragall, del cual Xirau solía repetir el verso “séame la muerte un mayor nacimiento”. No hay respuesta, lo que hay es canto, tal vez por ello Xirau hablaba “bajito”, no con el sonido atonal de la penumbra, sino sujetando su voz a otra más alta y clara, que abría en quien la escuchaba la certeza de que hay un punto donde se concentran todas las aguas, fuente de la cual brota la redondez de la naranja y del ojo, la madera de la barca que se acompasa en el vaivén de la tarde, o el tapiz que testimonia la cifra que resguarda el aliento a través de los siglos.
Vitral III
Canta la iglesia silenciosa,
una palabra de oro, otra del ciervo,
cantan los muros
y los árboles cantan.
Renueva el mar el choque del corazón del fuego.
Momentos de un tiempo que se sostiene en el fluir de la memoria: una presencia y un sentido de presencia que perduran. Escritura del centro y su gravitar: leer a Xirau en su poesía para leernos en la gratuidad, en la bondad que fue en él mucho más que un hábito, morada, hacer morada, estar en el tiempo, y sentir su hondura, siempre, entre su palabra y su silencio.
Mesa I
La mesa blanca. Tres naranjas
transparentes,
el vaso del aire
transparente
el vaso de agua.
Pocas cosas, precisas
La mesa —tres naranjas— blanca.
[1] Joaquín Xirau. “Amor y mundo”. Obras de Joaquín Xirau. Citado por Ramón Xirau, en El desarrollo y las crisis de la filosofía Occidental. Alianza Editorial. Libro de Bolsillo. Madrid, España. 1975. p. 41


