Aunque a muchos no les satisfaga la idea, la posible solución al problema creado por el “aprendiz de dictador” en la República Bolivariana de Venezuela radica en que el ejército deje de apoyar a Nicolás Maduro Moros. Un primer paso en ese sentido lo dieron en la madrugada del domingo 6 de agosto, 20 soldados encabezados por un capitán de la Guardia Nacional,  Juan Carlos Caguaripano Scott,  buscado por el régimen chavista desde 2014 por su supuesta vinculación con una conspiración que encabezó el general de brigada de la Aviación, Oswaldo Hernández Sánchez. El ministro de la Defensa, Vladimir Padrino, trató de bajarle el tono a lo ocurrido, afirmando que “no era más que un show propagandístico, un paso desesperado”. Portavoces  de la oposición declararon que la nueva “sublevación” era un “cuento chino”, lo cierto es que el propio Maduro, en su programa semanal de televisión, calificó la intentona como un “acto terrorista”.

 El imitador de Hugo Chávez felicitó a la Fuerza Armada Nacional Bolivariana (FANB) “por la reacción inmediata que se ha tenido frente al ataque terrorista. Hace una semana le ganamos con votos y hoy hubo que ganarle con balas al terrorismo”.  En el sofocamiento hubo dos muertos y varios heridos, y el líder del grupo escapó, como lo hizo hace tres años para refugiarse en Miami, Florida. La irrupción de los sublevados se dio en el Fuerte Paramacay, en Valencia, a dos horas de Caracas.

Esto es solo el principio. La sociedad venezolana —que no está  conformada por los paniaguados chavistas— ya no quiere soportar más a Maduro y sus esbirros. El descontento social es absoluto, y si la clase militar se hiciera a un lado del hombre que habla con los pajaritos, para evitar una sangrienta guerra civil, el país saldría ganando, pues de antemano la nación petrolera sabe que la recuperación socio política económica venezolana tardará mucho tiempo, mucho más de una o dos generaciones. El despilfarro “bolivariano” es irreparable, la riqueza petrolera la echaron por la borda los manirrotos Chávez y Maduro. Todo por nada, y los beneficiados castristas, nicaragüenses, bolivianos, ecuatorianos, argentinos y otros antillanos jamás regresarán un solo bolívar a las arcas venezolanas. A Maduro le está llegando la hora de la verdad pese a su dictatorial Asamblea Nacional Constituyente.

La noticia corrió como pólvora, en un país que ya ha conocido muchas desventuras y no tiene para cuando. “Operación David” llamaron en clave los descontentos a su intento. Buen mote: David contra Goliat. Trasunto bíblico. Un grupo de vecinos inmediatamente fue disuelto sin miramientos cuando querían manifestarse a favor de los sublevados. Incluso, corrió la versión de que uno de los vecinos fue muerto de un disparo en el pecho, en medio de la trifulca.

Miembros de la resistencia radical se felicitaron por la Operación David, mientras otros sospecharon de una más de las tantas maniobras creadas por los servicios de inteligencia chavista para inventar excusas y así aumentar el número de aprehensiones. Poco a poco, aparecen fisuras en las filas castrenses. En los últimos meses ya han sido detenidos muchos uniformados por la contrainteligencia militar por formar parte de supuestas conjuras de insurrección, entre ellos algunos generales. Por cierto, las Fuerzas Armadas venezolanas están compuestas por 365,000 hombres, de los cuales dos mil son generales, mientras que el ejército del Tío Sam, sin duda más importante que el Bolivariano, solo cuenta con 900 generales. Así son las cosas.

Aunque el golpe encabezado por Juan Carlos Caguaripano fue sofocado rápidamente, el hecho prendió las alarmas en Venezuela. No se olvide que en febrero de 1992, otro intento golpista buscó la promesa fallida de encarrilar el Estado y arrancar la pobreza de la sociedad venezolana. Veinticinco años después sigue latente la posibilidad de que un movimiento militar despierte para estremecer los cimientos de la nación bolivariana atrapada en una crisis que ya dura muchos años. Lo que sucedió en la madrugada dominical recordó, a propios y extraños, la idea del “golpe de Estado”, la frase renace en el vocabulario venezolano.

Las crónicas cuentan que el último golpe de Estado que tuvo lugar en Venezuela fue en el mes de abril de 2002, que sacó brevemente del poder al fallecido presidente Hugo Chávez, para que un gobierno se instaurara en un fugaz periodo de tres dramáticos días. El anterior lo llevó a cabo el propio Chávez, en 1992, que entonces era un desconocido teniente coronel del Ejército, y aunque fracasó en su propósito levantó las pasiones de sus partidarios que luego lo convirtieron en mandatario en una elección democrática. Otra decena de alzamientos anteriores a estos forman el archivo de la frágil historia republicana y democrática de Venezuela.

Ahora, con una Asamblea Nacional en manos de la oposición, pero copada por una presidencia dictatorial, la fiscal general Luisa Ortega Díaz, beligerante, pero destituida por una Asamblea Nacional Constituyente ilegal pero convertida en  “gobierno” de facto, y las protestas callejeras disminuidas y con un liderazgo atomizado, el sector que cree en la necesidad de un cambio de Gobierno vuelve a depositar sus esperanzas en un alzamiento militar.

Aunque varios de los dirigentes contrarios al régimen chavista, como Leopoldo López, convertido en un icono popular —que en primera instancia él mismo se entregó a la policía para ser condenado a varios años de cárcel, acusado injustamente de ser culpable de la muerte de varios manifestantes, y después excarcelado en prisión domiciliaria, para volver a la cárcel y casi inmediatamente una vez más retornado a su hogar quién sabe hasta cuando—, en sus arengas para que sus seguidores continúen manifestándose en la calle, rechaza, todavía, el llamado a las armas. Sin embargo, no toda la oposición es tan calmada. Por ejemplo, el presidente de la Asamblea Nacional (legítima), Julio Borges, piensa diferente. Hace pocas semanas sugería desde su curul que cualquier uniformado que decidiera rebelarse contra el gobierno en defensa de la ciudadanía, sería perdonado por la historia.

No es el único, otros opositores han promovido una consulta ciudadana con tres preguntas. Una de ellas “para pedir a la Fuerza Armada que se apartara del Gobierno”, y optara por la vía del Parlamento —algo que no está incluido en la Constitución chavista—, lo que conduce a una “vía de insurrección”. El tema es delicado. Nicolás Maduro lo sabe muy bien. Chávez propició que el sector militar alcanzara una connotación muy importante. En las carteras del gabinete, en el control y vigilancia de las fronteras, la banca pública, la alimentación, en las gubernaturas estatales, en las alcaldías, en las aduanas, en los puertos y aeropuertos. Sin duda, Venezuela es un país militarizado.

Maduro, que ni de lejos tiene formación militar, como sí la tuvo Chávez, tiene que cantar el respaldo castrense, pues así demuestra que la tropa le proporciona una capacidad de maniobra y gobernabilidad que no le podrían dar las urnas. Sin embargo, dicho respaldo —ratificado por los altos mandos militares con motivo del ataque dominical en Valencia— no quiere decir que no esté ocurriendo nada dentro de las fuerzas armadas. En las últimas semanas varios oficiales fueron detenidos por estar inmiscuidos en presuntos planes de insurrección, dos de ellos oficiales generales. Dos exjefes de inteligencia y contrainteligencia se han vuelto más críticos al gobierno. Recientemente se reestructuraron todos los mandos militares, empezando por el propio general  Vladimir Padrino, que está al frente del Ministerio de Defensa, pero al margen del mando estratégico. También se removieron los comandantes de la Guardia Nacional, Ejército, Aviación, Armada y las Milicias Bolivarianas, con generales “de lealtades probadas en los últimos meses”.

Es notorio el hecho que varios oficiales generales que se han distanciado de Nicolás Maduro formen parte del grupo llamado 4F, el que acompañó a Chávez en la fallida asonada del 4 de febrero de 1992. Aunque uno de ellos, el mayor general Miguel Rodríguez Torres, exministro del Interior, en una conferencia en la que abundaban los opositores, manifestó que “cualquier camino verde que se quiera imponer para salir de la crisis conduce a errores históricos”.

Bien dice la fiscal general “destituida”, Luisa Ortega Díaz: “En Venezuela no hay un gobierno, sino un poder de facto”. ¿Hasta cuándo? Esa es la pregunta. Y, según Henrique Capriles, otro líder, “la oposición no va a tomar las armas”. Ojalá. Vale.