Por José Natividad Rosales*
ROMA, Noviembre de 1956. Alec Guinness pasea por Roma vestido como en uno de sus films. Bajo el elegante abrigo a pequeños cuadros, de perfecto corte inglés, parece esconder los personajes grotescos de su creación. Debajo del imperturbable sombrero salta la frente y, al poco, surge la nariz recta que baja, como una flecha, señalando una boca delgada como cicatriz de operación de apendicitis. Los ojos son los mismos de un pobre diablo que asiste a los funerales de un conocido, al que muy poco estima y del cual tendrá necesidad de decir un mundo de buenas coas. Ahora que lo hemos visto en carne y hueso, vivo y real, algo nos convence de Guinness. Es, en su vida privada, idéntico al Guinness de las películas. Ya se sabe que, en la mayoría de los casos, los actores son una ficción distinta a la realidad. Para Alec Guinness no hay tal.
Es un hombre envidiable que carga, con filosofía de bien, sus cuarenta años “pienso que esparcir sonrisas es mucho más meritorio que cualquier otra obra filantrópica” dice. Y continúa: “El ver las cosas por el lado cómico, simplifica la existencia. El hombre, pretendido Rey de la Creación no es, en suma, sino una caricatura de grandeza. Pasa por el mundo—como decía Shakespeare—, diciendo una sarta de tonterías, sobre la libertad, el amor y la manera de curarse los callos y, luego, su voz ya no se escucha. ¿A dónde fue?¿Qué fue de él? Sólo la tumba responde. Y cuando el hombre se da cuenta de lo tremendo de la eternidad, se mete a hacer conjuros y a hacer contratos para el más allá. El miedo, al parecer, es nuestro signo. ¿Y por qué? Porque no sabemos reír. Llorar es nuestro destino. Lamentarnos. Envidiar. Matar pero reír no. Por eso quienes hacemos reír somos tan apreciados. Yo siento que hago bien sonriendo. Y no me esfuerzo en nada. Soy así. Sonrío y acaso por egoísmo quiero que los demás sonrían conmigo.”
Alec nació en Londres en 1914. “Mi padre tenía un negocio de sillas de caballo y bustos para señora. Aquella incongruencia comenzó a despertar en mí el sentido del humorismo. A mí me parecía aquello tan natural porque creía, como sigo creyendo, que la lógica no lleva sino a absurdas síntesis y a mayores confusiones. Por eso es que me gusta lo extraño. Por mi gusto hubiera elegido la profesión, digamos, de decorador de ataúdes. ¿Qué por qué? Porque hay muy pocos y están bien pagados. Y como recuerdo del negocio de mi padre, ahora no puedo ver una señora sin recordar a un caballo, ni puedo ver una silla de montar, sin figurarme, primero a la señora montada y luego su busto.”
Su padre quería que estudiase para doctor, pero una baja en el negocio de bustos interrumpió sus estudios. Después no pudo coordinar nada. “Me metieron en un negocio contable, pero cometí errores incontables. Intente hacer sastrería, pero hacía los ojales del triple del tamaño del botón y olvidaba las agujas en los espesos hombros rellenos. Fui un dependiente de una botica, pero equivocaba los remedios y los daba a los sanos y a los enfermos les enviaba perfumes y cosméticos”.
Entonces Alec se dirigió, desesperadamente, al gran actor John Guielgud quien lo consignó, con una tarjeta, a Martha Hunt, una profesora de arte dramático. Pero las lecciones duraron poco. Del drama yo no quería saber nada. La comedia me fascinaba, pero lo que más me gustaba era disfrazarme de cualquier cosa y hacer imitación de los famosos.
—¿De cualquier cosa?
—Exacto. De cualquier cosa. Grábese bien lo que le digo. Usted, por ejemplo, ¿nunca se ha disfrazado de “pesadilla de solterona”? o de “luz que lucha entre las persianas para colarse a la recamara de una bella”. No creo que me entienda, pero… ¿Nunca ha tenido idea de ser, usted mismo “una cuchara que, golosa, es la primera lengua que arruina la mermelada? O ¿nunca ha imaginado el pánico enorme de un lápiz cuando unas manos crueles lo dirigen hacia el agujero en el cual le sacarán punta? ¿Ahora me entiende? De todo eso me disfrazaba. ¿Ha comprendido?
Guinness llegó al cine por la más extraña de las vías: por accidente. Un día lo llamaron a hacer el doble de David Niven para posar en escenas en que éste aparecía de espaldas. El director echó una ojeada sobre Alec y le preguntó bruscamente: Pero, ¿usted es un actor? Las cosas no anduvieron bien los primeros días y las libras escaseaban en la bolsa. “Y el humor no llega si el estomago no está lleno”, dice. Hizo, después, cualquier aparición breve en los teatros, hasta que inició con rotundo éxito, la serie de Mister Holland.
—¿Y cuál es vuestro “hobby”?
—Y quien le dice que todos los ingleses deben tener una manía. Pero yo no me excluyo. La mía es la de escribir cuentos policiacos. Un día haré la reseña de un crimen perfecto. A veces me asusto conmigo mismo y me digo si no me desahogo, por allí, mis aficiones de asesino. Pero sea como fuere, me gustan. Hay algunos bestias que juzgan que el cuento de policías no es una obra de arte. Yo digo todo lo contrario. El autor debe tener la sagacidad de un sabio, la claridad de pensamiento de un científico, el estilo de un gran novelista, la claridad de un periodista, el interés de un narrador de costumbres y el conocimiento del alma humana para poder escribir un buen cuento de ese género. Las obras de Shakespeare, en el fondo, no son más que cuentos policiacos. Pienso que Dostoievski no hizo nada mejor que “Crimen y Castigo”, que es un modelo de este género. Y ¿qué me dice de Edgar Allan Poe? El policiaco es alimento para espíritus refinados que no desdeñan la vista de la sangre ni las refinadas complicaciones cerebrales que un asesino se hace para salir con bien de la empresa. Muchas de las soluciones que los ladrones tienen, son monumentos de lógica y de claridad de pensamiento, de observación y de análisis. Por ese camino llegamos a la conclusión de que aún el mal enseña. ¿No lo cree así?
Alec— cuyo inglés es musical, claro, fino y armonioso—, se emociona, ahora, cuando habla lentamente, de la única cosa seria de su vida. Su conversión al catolicismo. Hace algunos años la escritora Bridget Boland, preparó un drama , violento y aterrador, sobre la vida del cardenal Midszenty. Alec Guinness fue encargado del personaje. Como actor escrupuloso, el hombre se documentó concienzudamente para profundizar en los gestos y en la conciencia de un Príncipe de la iglesia. “Cuando se me encarga el personaje de un médico—dice—, estudio un poco de medicina, cuando menos los rudimentos, y por tanto, en este caso, estudio algo de religión”. De paso—continua—quise aclarar algunas dudas , todas esas que nos acosan a todos en alguna parte de nuestra vida”. Yo debería defender en el teatro— y después en el cine donde Jack Hawkins hizo la parte del fiscal comunista—, a la Iglesia Católica. Pero a pesar de mis dotes de actor, sentía que mi sinceridad no sería suficiente porque nunca había tenido muchas simpatías por dicha institución. Mi mujer, Mérula, me aconsejó que estudiase un poco la historia de la misma, que profundizase, que pensase, que sacase, en fin, conclusiones. Ella, como yo, es protestante. Empecé haciéndolo con particular disgusto. Me remonté hasta Aristóteles, me detuve en la Patrística y empecé a asombrarme ante el pensamiento colosal de San Ambrosio, de Orígenes, de San Agustín y San Anselmo. Ávidamente leí a Santo Tomás de Aquino. Mi alma estaba madura para las grandes sorpresas y sentía que aquellas lecturas daban a mi conciencia nuevas serenidades. Dios estaba a la vuelta de cada hoja y yo sentía su presencia. Releí los Evangelios. Me detuve en cada palabra de Cristo para mejor captar su sentido. Su figura me obsesionaba. Leí la historia de su vida. La parangoné con la de los fundadores de otras religiones: Buda, Confucio, Mahoma y nuestro Lutero. Allí no había discusión alguna. Cristo era superior a todos ellos. No surgía de la leyenda, como Confucio, ni era un rebel de cómo Lutero. Era algo totalmente diferente.”
- Alec Guinness (honorary) – 1979 (52nd) AA
La película se hizo y tuvo mucho éxito. Después vinieron otras en que Guinness interpretó al simpático Padre Brown, creado por Gilbert K. Chesterton como un detective que por los extraños caminos de la investigación policiaca lleva almas al Señor. Después hizo una visita a Roma y tuvo ocasión de hablar con su Santidad: “Yo iba prevenido. Con las uñas afiladas. Yo no podía ser uno de tantos que, presionados por la propaganda que la figura del Pontífice acumula, caen a sus plantas como hipnotizados. Yo escindía perfectamente su personalidad y la reducía a la de un hombre, ala de un anciano vestido de blanco quizá por afán de distinción entre tanto cura vestido de negro. El primer impacto de aquel día lo había tenido en la Basílica Vaticana. Sé muy bien que de la nada no nace sino la nada y por eso buscaba, afanoso, la inspiración de aquellas obras de arte. Descarté la vanidad humana que quiere perpetuarse a través de una obra y me encontré de repente, ante el terror de Miguel Ángel, con el cual pintó el Juicio Final. Dios, por tanto, era la inspiración de todo aquel cúmulo de belleza y ésta era una de las vías para llegar a El.
“Su Santidad nos recibió en la Biblioteca Vaticana. Yo pensaba, erradamente, que si fijaba mi vista en la suya, sin variarla ni pestañear, escrutaría en su fondo y descubriría alguna luz de la superchería. Así lo hice. Pero Pío XII tiene una mirada lúcida y potente como de águila que está acostumbrada a cazar des muy alto. No pude resistir aquellos ojos que no me miraban retadores, como yo los contemplaba, sino amorosos, dulces y paternales. El Sumo Pontífice me habló, entonces, pero el oído físico no registro ninguna de sus palabras porque el alma las capto todas . Sufrí una verdadera transformación. Allí mismo sentía que, como las serpientes, estaba cambiando de piel y con mucho dolor. Algo estaba gestándose en el fondo de mi corazón que explotó, de repente. Era la fe. Yo creía. ¡Había encontrado, al final, lo que tanto busque en vano!
“Poco tiempo después me bauticé. Ahora soy feliz. Prosigo trabajando, pero ahora mi vida tiene un sentido y una dirección. Ahora me dirijo a Ceylán, donde interpretaré una película, pero quisiera pasar la navidad en Inglaterra. Y ahora dígame una cosa: ¿No meto miedo con esas caras horrendas que hago en mis películas?”. Cuando movimos la cabeza negando, sonrío tristemente y agregó:
—Si yo mismo digo que no sirvo para eso, ¿por qué no me dejan continuar con mi idea de hacer reír al mundo?