Este 2017 se celebra el centenario del nacimiento de una de las mujeres más fascinantes del siglo XX. Y es que hablar de Leonora Carrington no sólo es adentrarse en el delirante mundo de su arte, sino también recorrer la galería de su vida a través de los personajes y anécdotas que la enriquecieron, algunas desagradables y otras bellas, todas ellas forman un retrato particular de la artista inigualable.
Una de las más representativas y dolorosas para ella fue su estadía en un manicomio español en 1940. La historia que pareciese más bien material de cuento, la relató ella misma en Memorias de abajo, un texto que emprende un viaje a diferentes facetas de la pintora nacida en Inglaterra y son cantados de su propia pluma.
El drama de Carrington comenzó cuando, recién terminada la Guerra Civil Española, se trasladó al país ibérico con el objetivo de obtener un salvoconducto para quien fue uno de sus grandes amores, Max Ernst, que se encontraba prisionero en un campo de concentración en Francia. El romance que ambos mantenían en la comunidad Saint Martin d’Ardeche fue abruptamente interrumpido por la incursión nazi a territorio galo, seguido por el confinamiento del también pintor alemán.
Leonora Carrington deseosa de ayudar a su pareja pero fuertemente alterada por las circunstancias, viajó a Madrid dentro de su automóvil para conseguir el ansiado documento, sin embrago, las autoridades españolas, el cónsul ingles y su padre la notaron tan fuera de sí y desesperada que creyeron había perdido la razón; sin más fue sedada y puesta a disposición del Dr. Morales, quien dirigía un hospital psiquiátrico en Valdecilla. Ahí pasó seis meses.

Leonora Carrington y Max Ernst.
Las imágenes que nos dibuja mediante las letras la propia Carrington sobre el acontecimiento son terribles: “No sé cuánto tiempo permanecí atada y desnuda. Yací varios días y noches sobre mis propios excrementos, orina y sudor, torturada por los mosquitos, cuyas picaduras me pusieron un cuerpo horrible: creí que eran los espíritus de todos los españoles aplastados, que me echaban en cara mi internamiento, mi falta de inteligencia y mi sumisión. La magnitud de mi remordimiento hacía soportables sus ataques. No me molestaba demasiado la suciedad”.
Aunque el espantoso suceso terminó cuando logró escapar a Lisboa para buscar a Renato Leduc, con quien posteriormente se casaría y le daría la posibilidad de ser independiente, Leonora Carrington siempre recordó con nostalgia y profundo dolor su encierro en España; José de la Colina rememoró en su libro Prohibido asomarse al interior (Ed. Mortiz-Planeta, 1986) la ocasión en que Luis Buñuel compartió con él la remembranza de cuando conoció a Carrington:
“En Nueva York nos reuníamos algunos surrealistas y amigos. En la casa de Peggy Guggenheim, casada por entonces con Max Ernst, vi por primera vez a Leonora Carrinton. Era muy bella con su rostro muy fino y pálido y su cabello largo y muy negro. La acompañaba su esposo, el poeta mexicano Renato Leduc, pero no intervenía en nuestras conversaciones y contemplaba con cierta sorna cómo practicábamos alguno de nuestros juegos surrealistas. Estábamos en el juego ‘de la verdad’, ése, ¿lo conocen ustedes?, en que se pone a girar en el piso una botella para que señale al azar a alguien de los reunidos en círculo y lo obligue a responder a una pregunta indiscreta. Es un juego parecido al psiconálisis de grupo y suele comenzar con preguntas inocentes y terminar con preguntas tremendas; yo sé que ha motivado divorcios y que riñan y se líen a bofetadas amigos de toda la vida. Leonora hablaba mezclando el inglés y el francés, que los conocía muy bien, y a veces el español, que lo conocía poco, y parecía querer ser más surrealista que todos nosotros: decía horrores de su padre, que la había mandado encerrar en un hospital para locos en Santander y por poco no la envió a una especie de convento en África. En un momento en el que la botella la había señalado, se le preguntó: ‘¿Con quién de los que estamos aquí, aparte de Renato, desearías tener una relación amorosa?’ Ella entonces dijo, señalándome con el índice: ‘Avec ce monsieur là’. Yo creo que, aunque yo no era ya un jovencito, enrojecí hasta el blanco de los ojos. Entonces Renato, que estaba siempre silencioso y muy divertido como espectador imparcial, le preguntó: ‘¿Con Buñuel, Leonora?’ ‘Sí’ dijo ella. ‘¿Por qué?’, preguntó alguien, creo que el antropólogo Lévi-Strauss. Leonora respondió: ‘Porque con esos ojos saltones y esa fuerte quijada me recuerda a José, el enfermero y guardián que fue mi novio en los días en que estuve en el manicomio de Santander’. Yo creo que me sonrojé aún más. Renato y Ernst y Peggy sonreían como si estuvieran viendo una comedia de Lubitsch.”
Su encuentro con la locura seguía vivo.