Claudia*
Por Javier Valdez Cárdenas
Claudia tenía 35 años. Nació en un pueblito cercano a la serranía, en un pequeño valle del municipio de San Ignacio, Sinaloa, a poco más de cincuenta kilómetros del puerto de Mazatlán. Emigró muy joven a la ciudad para estudiar la preparatoria y luego Ciencias de la Comunicación.
Su último puesto en las tareas periodísticas lo tuvo en un noticiero de radio, de emisión matutina, a mediados de los 90.
“Ella me decía, insistentemente, ‘si me entero que te quieren matar, te aviso. Si me entero, me llega la noticia, te llamo. Pero te tienes que ir en ese momento, a la central de autobuses, al aeropuerto. Fuera de la ciudad, del estado, del país… si me entero que te quieren a matar’ y vea lo que pasó”, contó un reportero, amigo de la víctima. La identidad de este periodista se mantiene en el anonimato, por temor a represalias.
Claudia estaba preocupada por este amigo suyo, quien había publicado reportajes sobre el narcotráfico en Culiacán: esa maraña que se extiende a servidores públicos que operan como cómplices del crimen organizado, los policías que hacen el trabajo sucio, como ajustes de cuentas, y los sicarios “sueltos” que, jóvenes y ufanos, matan por capricho o por nimiedades, en cualquier calle o plaza comercial, frente a la familia, junto a niños y mujeres embarazadas, dueños de vidas, concesionarios únicos de la muerte.
“Alguna vez”, agregó el periodista, “ella comentó que todo estaba muy podrido, y se lamentó por los altos riesgos que corre un reportero, sobre todo porque el gobierno y la policía, encargados de aplicar la ley, están al servicio del narco”.
Los ataques contra periodistas son frecuentes. Un caso es el del reportero Alfredo Jiménez, quien trabajaba en el diario El Imparcial, de Hermosillo, Sonora, y había laborado en los rotativos Noroeste y El Debate, en Culiacán. Jiménez se encuentra desaparecido desde los primeros días de abril de 2005. El periodista había publicado reportajes sobre los narcos y su complicidad con el gobierno local.
“Claudia hablaba y parecía temblar”, comentó el periodista entrevistado, “cada que se acordaba de casos como el de Jiménez, pero no lloraba, su forma de llorar era amar a sus amigos, cuidar a los suyos, solidarizarse con sus broncas, guarecerlos, abrazarlos, darles sombra y cobijo, y palabras de aliento, dinero, ride, un desayuno, una baguette, una comida, el café, el boleto para el cine.
”E insistía: ‘Hay mucha gente en la calle, desmadrosa. Ves que están matando muchos chavos. Son morros cagados, algunos de ellos de 15, 16 años. Plebes. Plebillos que no saben ni qué es la vida. Que quieren lana, mucha lana. Traer esas camionetonas. La pistola nueve milímetros fajada. El cuerno a un lado. La música en la altura de los decibeles. Las morras pegadas, encima, sobándoles las verijas. Enjoyados, con una colgadera de oro por todos lados. Borrachos, cocos, mariguanos, que le entran al cristal y a la heroína. Que les dicen a sus jefes siempre que sí. Que andan de aprontados. Son chavos que están locos. Plebes, muchachos que siempre circulan acelerados, rebasando, cruzándose en el camino, que disparan sin importar si hay algún inocente a un lado, si alguien que no tenga nada qué ver pueda ser alcanzado por los proyectiles. Ellos disparan y ya.’”

CIUDAD DE MÉXICO, 16MAYO2017.- Estudiantes de periodismo; fotógrafos; camarógrafos e integrantes de la sociedad civil se congregaron a la entrada de la Secretaría de Gobernación para protestar en contra del asesinato del periodista Javier Valdez Cárdenas, el día de ayer en Sinaloa, así como en contra de los otros 5 compañeros muertos en lo que va del año. Con veladoras, pancartas y fotografías del periodista los asistentes exigieron justicia y que se encuentre a los responsables.
FOTO: GALO CAÑAS /CUARTOSCURO.COM
Claudia era de mediana estatura, morena clara, bien formada: caderas como mausoleos corvos, piernas firmes y torneadas, y un talle que nadie quisiera dejar de recorrer.
Quienes la conocieron aseguran que la mayor virtud de Claudia era su inteligencia: esa mirada que parecía languidecer cuando su boca se abría para expresar lo que sentía, atrapaba los ojos de otros, tiraba de sus cerebros, daba toques eléctricos en los sentidos de sus interlocutores. Claudia era segura. Tenía la seguridad que le había dado el conocimiento, sus lecturas, ese estante de libros exprimidos y esa perspectiva crítica, terca, de cuestionarlo todo, dudarlo, y sospechar. Cuando hablaba lanzaba dardos: dardos envenenados, son como virus que llegan al otro y lo contaminan, cooptan, tambalean y enferman. Palabras y conocimiento que hacen dudar. Sus interlocutores, cuentan amigos y familiares, se alejaban de ella, como heridos, trastabillando, ladeados, pensando, hurgando, y al fin cuestionando. Cuestionándolo todo.
Gabriel García Márquez y José Saramago eran sus favoritos. Pero igual llegaron a sus manos libros que disfrutó y recomendó, como aquel de Arturo Pérez Reverte, por su historia de la narca aquella, Teresa Mendoza, Eduardo Galeano, Mario Vargas Llosa y Rubem Fonseca.
Tenía además una preocupación social. Rabia frente a la opulencia y la frivolidad, y era generosa y solidaria ante la desgracia, la pobreza y el dolor.
“Ella pensaba que todo esto podía cambiar, que las cosas podían mejorar, pero estaba segura de que la gente debía hacer algo, asumir su responsabilidad, actuar, moverse, manifestarse, criticar, y no conformarse”, dijo uno de sus hermanos.
Claudia, en su calidad de comunicadora, patrulló las calles culichis con su grabadora, esa bolsa en la que cargaba su vida y la libreta para anotarlo todo. Así conoció el mundillo político local, la truculencia entre los protagonistas –periodistas, dirigentes, funcionarios, jefes policiacos, buscachambas, besamanos, culopronto y demás especímenes hedientos–, y los ubicó bien, a cada quién en su lugar, para detestarlos e incluirlos en la galería del horror, su personalísima colección de maldiciones, condenas y condenados.
Pero no se arredraba. Andaba de chile bola, de arriba para abajo, asumiendo la dinámica miserable de todo reportero, sea bueno o malo: comer a deshoras, desayunar aprisa, tomar mucho café, leer al vapor los boletines oficiales. Luego vinieron desvelos, malas pagas, dolores estomacales por la colitis, ceño fruncido por la gastritis.
“Ni modo, así es la chamba”, decía, resignada.
La ciudad de Culiacán ardía. Cuarenta y cinco grados centígrados a la sombra. El chapopote parecía derretirse. Los que esperaban la luz verde del semáforo peatonal parecían desvanecerse. Los carros, vistos a lo lejos, casi se evaporaban: derretidos, amorfos, fantasmas de metal y motor, de plásticos y fierros, gusanos de humo, con llantas y frenos, cristales y música estereofónica.
Era octubre de 2007. Sinaloa tiene un promedio diario de dos o tres asesinatos. La mayoría, por no decir que todos, están relacionados con el narcotráfico. Algunas autoridades estatales han dicho que “al menos” un 80 por ciento de estos homicidios tienen nexos con el crimen organizado, específicamente con el tráfico de drogas. Sin embargo, la cifra puede llegar al 90 por ciento. Y más.
Tierra del AK-47, también conocido como “cuerno de chivo”. Fusil dilecto y predilecto: muchas canciones en torno a esta arma se han compuesto, los gatilleros le declaran su amor y algunos, en los narcocorridos, le confieren vida propia. Primer lugar en la lista de armas homicidas: el cuerno. Y en segundo, tercero y cuarto quedan armas calibre .45, .9 milímetros y .38 súper.
Un mes antes, en septiembre, se habían sumado a las estadísticas 54 homicidios, en un estado que en promedio acumula 600 al año y que ve cómo se disparan las ejecuciones en diciembre y enero, cuando muchos que han emigrado a otros estados y países, como Estados Unidos, vuelven esperando que sus deudas hayan sido perdonadas u olvidadas. Pero no, las cuentas siguen pendientes, listas para ser cobradas.
En la entidad hay un operativo especial que se llama México Seguro, en el que participan efectivos del Ejército Mexicano, de la Policía Federal y corporaciones locales. El objetivo es bajar el índice de criminalidad, especialmente los homicidios, ganarle terreno al narco, decomisar armas y drogas.

Pese a esto fueron 54 asesinatos en un mes.
El periodista Óscar Rivera fue asesinado el 5 de septiembre después de salir de Palacio de Gobierno. Rivera se desempeñaba como vocero del operativo del ejército y las fuerzas federales. Ese día circulaba en una camioneta Suburban cuando fue atacado a balazos de carro a carro sobre la avenida Insurgentes, a una cuadra de la Unidad Administrativa, sede del gobierno estatal.
Un día antes, en El Habal, Mazatlán, un grupo de gatilleros masacró a cuatro integrantes de una familia. Los pistoleros mataron a Alfredo Gárate Patrón, a su esposa Alejandra Martínez y a sus dos hijos, ambos menores de edad.
El 6 de septiembre fue ejecutado de un balazo en la cabeza Ricardo Murillo Monge, quien era el secretario general del Frente Cívico Sinaloense, organismo ciudadano que dirige Mercedes Murillo, hermana del hoy occiso, dedicado desde la década de los noventa a promover y defender los derechos humanos.
Es el narco y sus semillas del terror. Por eso los narcomensajes y los perros decapitados que le dejaron al general Rolando Eugenio Hidalgo Eddy, comandante de la Novena Zona Militar, no sólo frente al cuartel, sino en sectores céntricos. Dos de ellas tenían la leyenda “O te alineas o te alineo. Gral. Eddy. O copela o cuello”, y “… sigues tú, Eddy”.
Son los dueños de las calles, de los restaurantes, de las chavas. Los que siempre tienen que estar encabezando las las de los automóviles frente al semáforo en rojo. Los que rebasan por la derecha, ponen las luces altas y sacan la fusca ante cualquier reclamo. Los que jalan del gatillo, jalan a la muerte, jalan la vida, la aceleran y violentan. Los que mandan y matan.
El país se desmorona. Se va por el resumidero. Las cloacas ganan. Andan en las calles sus personeros, representantes plenipotenciarios.
*Del libro Miss Narco
