En México, tal vez desde que Moctezuma aceptó la derrota de su imperio ante los españoles, se considera un sacrilegio hablar bien de un presidente.

Lo valiente, lo plausible en nuestra cultura mediática, es el linchamiento o la crítica sin concesiones. Sin embargo, a un gobernante también se le puede medir al compararlo con sus pares y, en este caso, podemos decir que Enrique Peña Nieto y Donald Trump solo se parecen en que son mandatarios de dos países vecinos, que comparten 3,185 kilómetros de frontera.

Fuera de eso, son dos fisonomías, personalidades, pero, sobre todo, dos visiones, estilos y sensibilidades diferentes; por no decir opuestas y divorciadas.

Los hechos se encargan, por sí solos, de evidenciar los abismos.

Comencemos por lo inmediato. Prácticamente toda la prensa norteamericana criticó con severidad la forma como Trump acudió a la zona de desastre en Texas, causada por el huracán Harvey.

Llegó y se fue, sin visitar a los damnificados, sin dedicar una sola palabra a los muertos; sin mojarse los zapatos, evitando —¡claro, por seguridad!— navegar por las calles convertidas en ríos y sin comprobar cómo el agua ha destruido miles de hogares norteamericanos.

Apenas una breve conferencia de prensa en la que dijo dos o tres tonterías sobre el valor mostrado por los rescatistas, ante un gobernador que no sabía si reír, llorar o qué cara poner ante el espectáculo político más ofensivo de todos los tiempos.

En México, los medios también han sido severos con las giras realizadas por el mandatario mexicano a zonas de desastre. Pero nunca hemos sido testigos de que Peña se haya comportado con la estulticia, desinterés y falta de humanidad con la que se condujo Trump ante una catástrofe que ya marcó, de por vida, a los habitantes de uno de los estados más grandes de la Unión Americana.

Y luego, está la evidente vocación racista de Donald, confesada y reconocida en dos momentos: al evitar condenar la violencia desatada por neonazis y ku klux klanes en Charlottesville, Virginia, y al no solo perdonar, sino glorificar al exalguacil Joe Arpaio, llevado a juicio por encabezar una campaña de persecución en contra de inmigrantes latinos.

El gobierno encabezado por Peña Nieto ha cometido todos los errores que se quiera, pero ni la discriminación o el racismo han sido política o espíritu de su sexenio. Tampoco se podrá acusar al mexiquense de ser o haber sido intolerante o de promover la división del país por razones ideológicas, religiosas o culturales.

Es cierto que el presidente de la república no ha tenido con la prensa la cercanía, la comprensión que muchos hubiéramos deseado, pero también es verdad que, a diferencia de Trump, no la ha insultado, perseguido o satanizado.

La negociación del TLC y la forma como se ha venido abordando la relación bilateral habla también de dos formas distintas de entender la política exterior. Mientras Peña y su gobierno han puesto la prudencia y respeto por delante; la arrogancia y actitud humillante del presidente norteamericano hacia México no tiene paralelo en la historia reciente.

Pero, hay algo de más fondo en todo esto. Donald Trump encabeza un gobierno absolutamente unipersonal. Habla, actúa y gobierna sin importarle poner en riesgo la integridad de las instituciones, la paz y unidad de su nación. Todos los días coloca a su país a la puerta de una guerra.

Se dice que ninguna comparación es buena, pero en este caso, la excepción, hace ver las diferencias. La ayuda que presta hoy México a los damnificados de Texas habla —pese al muro que se intenta construir— de grandeza.