Mis confusiones*

Por Rius

 

Suena como paletería, pero debo confesar que nací en esa ciudad de Michoacán un 20 de junio de 1934 mientras caía un tormentón de madre y señora mía, y siendo como las 9:45 de la mañana. Aunque a muchos les he contado que nací en un día de campo cerca de Tingüindín, adelantándome a la cigüeña que debía entregarme en Zamora y no en mi querido Tingüindín.

—¿Y por qué esa mentira, don Rius?

—Pus porque Zamora nunca me ha gustado, por mocha y pretenciosa.

Los zamoranos cursientos, que les dicen, han presumido siempre de aristócratas y gente “decente”, menospreciando y tratando a patadas a los indios tarascos que vivían por esos andurriales junto al río Duero, diciéndoles que los habían bajado del cerro (de la Beata) a tamborazos. Zamora es una ciudad muy hipócrita, propiedad casi del clero o de sus descendientes, llena de conventos, iglesias y colegios de monjitas, y donde hay que ser católico declarado para vivir tranquilo. A un amigo muy querido, Roberto Garbuno, que se vio obligado a irse a Zamora para hacer los planos topográficos para una pequeña presa, le hicieron la vida imposible y acabó huyendo de Zamora, de noche y a escondidas. A sus hijos los hostigaron en la escuela. A su esposa le llegaron a negar la venta de todo en las tiendas, y a él lo veían feo y le negaban el saludo. ¿Y saben por qué? Pues porque no había puesto un moño negro en la puerta de la casa que alquilaban, al desconocer, ateo y mal pensado como era, que el Papa no sé qué (creo que era el tal Pío XII) había muerto (y no de vergüenza por no haber defendido a los judíos durante el holocausto nazi, dado que el tal Papa era compadre de Hitler, el que se decía católico). Yo salí de Zamora antes de cumplir dos años de edad, porque los hermanos y hermanas de mi papá nos corrieron a todos, a mi mamá y a sus tres hijitos. Nos negaron el acceso a la casa que había sido de mi papá (nunca supe por qué, pero seguro que fue por cuestiones de billetes) y nos vimos obligados a emigrar al Distrito Federal (México City), donde mi mamá tenía una hermana viviendo y trabajando como recamarera en un hotel de la calle 5 de mayo.

Entonces, pues, no me considero zamorano, y en dos ocasiones me he negado a recibir la medalla o el reconocimiento como “ilustre zamorano” e hijo putativo de la Noble Villa de Zamora, declarada ciudad por el cura Hidalgo, el de la Independencia, por más señas. Aunque debo decir que, gracias a que la familia paterna nos “perdonó” de no sé todavía qué crimen, nos íbamos —sin mi mamá— a pasar las vacaciones a Zamora, a la casa de donde nos habían corrido en 1936, ubicada, para que lo sepan, en Lerdo de Tejada 39, junto al jardín del Teco, mero donde yo nací. Ahí vine a conocer a mi abuelita paterna, doña Julia del Río, de un genio endemoniado. Y también conocí a mis tías y tíos, a sus preciosas hijas, mis primas, y a un montononal de parientes, algunos más locos que yo. De dos de esos parientes saldrían años más tarde dos personajes de Los Supermachos: doña Eme, que era mi tía Angelita, conocida en Zamora por mocha y rata de sacristía. El otro personaje se basó en Indalecio Haro del Río, primo y boticario, que le daba preferencia a la práctica diaria de confesarse y comulgar en la iglesia más cercana a su botica, que cerraba mientras hacía esas retrógradas religiosidades. Por eso acabó por tronar la botica, pues, ya se sabe, que al ojo del amo engorda el caballo, y en su ausencia enflaquece. La botica fue perdiendo prestigio, y aunque se llamaba Botica de la Providencia, acabó convertida en su mínima expresión.

POR VIVIR EN QUINTO PATIO

Pues sí, mis cuates: desde los dos hasta los nueve años me la pasé viviendo en vecindades del DeEfe. Y no me digan que no saben qué son las “vecindades”, porque les contesto inmediatamente lasmadresmentes, como aprendí a decir en ellas. Son algo así como multifamiliares, pero horizontales. Oséase, una colección de cuartos habitados por gente, separados entre sí por paredes más o menos viejas, donde a veces los baños son colectivos. Ya sé que eso no les dice nada, pero créanme que es difícil (al menos para mí) hacer una descripción válida de una vecindad de la ciudad de México. Varias de las que habitamos con mi familia habían sido anteriormente conventos de monjas, con celdas separadas donde vivían y dizque rezaban las monjitas, y que al ser expropiadas por los gobiernos liberales de don Benito Juárez y sucesores, se habían convertido en morada de familias varias. Por ejemplo, la vecindad donde vivimos por los años 1942 y 1943 (en plena Segunda Guerra Mundial), ubicada en la calle de Loreto 19, interior 26, mero enfrente de la plaza de Loreto, contraesquina casi de la iglesia del mismo nombre (toda inclinada hacia un lado), y vecina de la iglesia de Santa Teresita del Niño Jesús (así se llama todavía), igual que el convento adjunto que se volvió multifamiliar. Es decir, para que lo entiendan y no se hagan bolas: en sus buenos tiempos aquello se consideraba como un convento con su iglesia junto. No he logrado averiguar si era un convento de clausura o qué, y a decir verdad ni me interesa. Lo que sí recuerdo es que era un edificio viejo durante varios siglos, de dos pisos, con tres patios y una especie de corral al fondo, donde seguramente, o casi, las monjas criaban gallinas y puede que hasta vacas. En total, en aquel veterano y medio tétrico edificio, había más de 50 departamentos o cuartos habitados por gente humilde. Creo que es lo que en Cuba llaman “solares”, refugios de los que no tienen casa propia ni les alcanza para rentar una casa sola o un departamento más o menos pasable. Nuestro departamentito constaba de dos cuartos. En uno estaba la cocina (una vil estufa de tractolina), el comedor, la sala y una cama de latón donde dormía mi mamá, doña Guadalupe Lupe. El otro cuarto era también grandecito, como de unos cuatro metros de largo por unos tres de ancho, donde dormíamos los tres hermanos Del Río: Antonio, el mayor; Gustavo, el de en medio; y el benjamín, o sea yo.

Los pisos eran de madera, que había que pintar de cada en cuando de un feroz amarillo congo que servía también de desinfectante y contra la polilla y se veía bien bonito los primeros días. Luego se ponía del asco, pero así era la cosa. Al fondo, junto a la sala-cocina-comedor y alcoba materna, había un cuartito con mosaico de cuadritos, que se comportaba como baño gracias al excusado (¿excusado de qué o por qué?) y un minúsculo lavabo. Pero no había regadera ni tina, así que para bañarnos cada sábado mi mamá (a quien desde entonces llamamos la Jefa), tenía que bajar al segundo patio y traer el agua en cubetas para calentarlas (el agua, no las cubetas) en la estufita, y llenar una tina de metal así como de aluminio (pero que no era aluminio) con el agua para bañarnos de uno en uno. No recuerdo cómo se llama el metal ese, blanco y brillante al principio pero que luego se va poniendo de un color gris-mugre. Todavía se les encuentra en las tlapalerías o ferreterías, aunque ya han sido desplazadas por el maldito plástico de colores varios, pero las cubetas y tinas se siguen usando mucho, especialmente para enfriar cervezas. ¡Qué soberano trabajo se llevaba la pobre Jefa para bañarnos cada sábado!, pues el único que podía ayudarla a subir el agua era mi hermano mayor Antonio, que ya tenía doce años cuando yo apenas tenía tres. Ah, porque se me olvidó decir que en las tuberías del baño no había agua y teníamos que usar una cubeta (del mismo material) para el excusado cada vez que se usaba. Después, milagrosamente, los dueños de la vecindad, que eran unos de Guadalajara, arreglaron lo del agua (para subirnos la renta), y ya se pudo tener agua a la mano para usarla en todo lo que se usa el agua.

*Fragmento del libro “Mis confusiones” (Grijalbo, 2014).