Miguel Ángel Muñoz
Para Pedro Guerra y Guillermo Arrieta, amigos de siempre.
En estos momentos de desastre, tristeza e incertidumbre que vive México, es necesario recurrir a la memoria para no olvidar y para aferrarnos a nuestra historia, no sólo para reconstruir el presente, sino el futuro de las nuevas generaciones. En la memoria confluyen diversos tiempos y espacios: el recuerdo próximo de las sensaciones, el tiempo lejano del recuerdo, de las vivencias pasadas, y el tiempo fuera del tiempo de las ideas, de la imaginación. Hay también, a veces, el tiempo mismo de la escritura. La literatura es una red de imágenes. Y sí, hay recuerdos que cobran importancia suprema cuando de entender se trata. El aroma de un guiso, el aceite de la bicicleta. El caminar constante por los barrios y su olor a tierra. El sabor del agua corriendo por un riachuelo. El primer beso robado en la primaria. El descubrir amigos olvidados, y con el paso de los años volver a ver. El descubrir el paisaje que se abría para saber que existían: Tepoztlán y su pirámide tlauica; Xochicalco y su pasado prehispánico; Tetlama; Tequesquitengo y su lago; Oaxtepec y su balneario; Tepalcingo y su templo… Estos fueron, sin duda, para mí unos viajes largos cuando niño.
Cuernavaca era hermosa y fue un pueblo tranquilo, que vivía dulcemente su grandeza y su esplendor. Su grandeza provenía del pasado, tanto prehispánico como revolucionario. Hernán Cortés conquista la capital del señorío suriano, Cuauhnahuaca, “junto a la arboleda”, que en boca de los extremeños se vuelve Cuernavaca, el 13 de abril de 1521. Y aquí Cortés construye su famoso palacio. Su esplendor, de la naturaleza pródiga que había dado al Valle todos sus dones. Los poblados de los alrededores hinchaban sus arcas con el producto de la tierra: azúcar y cítricos, sobre todo, ponían aquellas tierras por encima de tantas otras. Me contaba Gutierre Tibón que fue en Tlaltenango donde se plantaron las primeras cañas de azúcar importadas de la isla Hispaniola, y se estable en Atlacomulco el primer ingenio de México. Todo parte del pasado, de un recuerdo perdido y hoy olvidado por los jóvenes, sino destruido por tanto político corrupto que nos ha gobernado. La culpa también de ambas partes: gobierno y sociedad no han sabido resguardar su propia historia.
También Morelos dio al mundo —dice Tibón— una flor preciosa: “la daila”. Muchas de las tierras de cultivo se dice fueron, propiedades mal habidas, había pugnas y conflictos, allá en los sembradíos, que ni el mismo Emiliano Zapata pudo calmar el conflicto. Nunca en la quietud de Cuernavaca, a donde la gente, venía no sólo del DF, sino de muchos lugares del mundo, llegaban con algún dinero y se daban el lujo de pasar un fin de semana, en familia, o en algún escape con la novia o con los amigos de la universidad. Los habitantes, los veíamos pasar, era un ir y venir de gente, de coches. Sin olvidar que aquí también se gestó la Teoría de la Liberación, con su principal ideólogo Méndez Arceo, con cierta tendencia radical en la renovación de la Iglesia.
Este paraíso de los pocos a costa de muchos se convirtió, a los pocos años, en el infierno de los muchos a costa de los pocos. Aquí en Morelos vivieron no sólo Hernán Cortés, Maximiliano y Carlota, Emiliano Zapata, sino también muchos hombres ilustres de la cultura y la ciencia: Erich Fromm, Gutierre Tibón, Malcolm Lowry, Carmen Cook, Rius, Iván Illich, Sergio Méndez Arceo, Juan Dubernard, Ricardo Guerra, Ricardo Garibay, Rafael Coronel, Vicente Gandía, Roger von Gunten, y tanta gente que cotidianamente mantiene viva y en pie, no solo a Cuernavaca, sino a todos los municipios del estado. Con muchos de ellos, tuve la suerte de conocerlos y ser amigo cercano.
En ese pasar del tiempo Cuernavaca se transformó en residencia de muchos expatriados. Cambió su carácter temporal y limitado, por uno de infinitos núcleos residenciales. Para ricos primero; para clasemedieros, después. Y por qué no, también había que atraer industria mediana y pesada. Y el rincón de la arboleda no dio para más. Hoy parece un pueblo fantasma, donde las grandes fincas, son sólo un lugar más de aquella ciudad llena de vida. Un suburbio del Distrito Federal, lleno de conflictos, carencias, topes, baches, tráfico, corrupción, intolerancia, desgano y poca conciencia social, donde la gente ha perdido el respeto y los valores por el otro, por su pueblo, por sus calles, por sus propias tradiciones. Un centro zapatista al servicio de terratenientes y delincuentes corrientes y comunes. Un hito de Historia trastocado en muy pocos años. La revolución industrial nos pasó por encima. ¿Qué poco queda de ese pasado? Habría que pensarlo bien… Yo diría: no queda nada. Todo se perdió al paso del tiempo.
Me gusta ir a Cuernavaca, nací ahí, crecí ahí y aún tengo infinidad de historias que me ligan a mi pasado, a mi presente y, desde luego, a mi futuro. En cada regreso descubro partes de mi inocencia tiradas por ahí: en la casa de mis padres, en los callejones, en el centro, en los colegios donde estudié, en las primeras discotecas que fui. Aunque no sé cómo solucionar el rompecabezas de la comunidad, de la memoria, pues sé que algo anda mal desde hace años, pues no se supo qué hacer y se sigue sin hacer nada para mejorar.
El ciudadano solo puede vivir con la idea de que tenemos algo en común en donde siempre podemos encontrarnos: el centro histórico —hoy destruido e irreconocible de tantas malas remodelaciones innecesarias—, algún restaurante, en el Jardín Borda —que vive cada vez más lejos de la grandeza que tuvo con Máximiliano—, en alguna cafetería, etcétera. Pero hoy, en Morelos, se vive un clima de desconfianza, porque el crimen acecha en todas partes y es imposible explicarle a un criminal que no debe humillar a nadie. El crimen es sordo, ciego y necesita un verdadero Estado de Derecho para detenerlo, para terminar con ese cáncer que lleva años abatiendo a la población, que clama por recuperar la grandeza de su pasado. De la cual Alfonso Reyes escribió: “A Cuernavaca voy, dulce retiro,/ cuando, por veleidad o desaliento,/ cedo al afán de interrumpir el cuento/ y dar a mi relato algún respiro./ A Cuernavaca voy, que sólo aspiro/ a disfrutar sus auras un momento:/ pausa de libertad y esparcimiento/ a la breve distancia de un suspiro./ Ni campo ni ciudad, cima ni hondura;/ beata soledad, quietud que aplaca/ o mansa compañía sin hartura./ Tibieza vegetal donde se hamaca/ el ser en filosófica mesura…/ ¡A Cuernavaca voy, a Cuernavaca!”.
El actual Gobierno de Morelos ya no tiene ninguna credibilidad. Se perdió desde hace años la confianza. Hoy se vive —y más después del sismo— una desolación terrible, una incertidumbre total. Cuernavaca está en las sombras: abandonada por sus gobernantes. Graco Ramírez ha dejado a Morelos en la ruina, hecha un desastre. Un gobierno cargado de corrupción, políticamente nepótico y doctoral en su ejercicio de falsedad. La devastación que vive el estado ha dejado en claro la defectuosa, insuficiente y lenta respuesta de sus autoridades, dejando municipios como Jojutla y Cuernavaca al borde del colapso. Los mandos políticos de Morelos, sus estructuras de operación y los mecanismos específicos de protección civil, seguridad pública y atención a los ciudadanos han sido corroídos por la impreparación, el culto al oportunismo político y la vocación constante por la corrupción.
Ya no sirven los discursos, sino los actos y mediante sus mejores leyes y hombres que estén dispuestos a ejercer la ley, no para beneficio propio, sino de la sociedad civil. Quizás es una utopía; sí. Pero el Gobierno debe empeñarse en ello para salvar no sólo la dignidad, sino la de todos los ciudadanos que componemos este estado. Es decir, debe trabajar para hacer desaparecer la injusticia y el crimen que están envenenando todo. Y tratar de reconstruir cada uno de los municipios que fueron afectados por el sismo terrible. Hoy el único legado de este Gobierno es la injusticia, la anarquía, la intolerancia a la crítica y la falta de credibilidad. Para nuestra desgracia su única aportación es que ha dejado un estado de ingobernabilidad y de envilecimiento, que poco falta para estar ahí. ¿Estamos al límite? Me han preguntado infinidad de morelecenses, no lo sé; pero me duele decirlo: hoy Morelos está en la incertidumbre.
Cuernavaca hoy no parece la misma, está devastada y en la incertidumbre. Necesitamos luchar por recuperar su grandeza. Tomar conciencia en lo civil, en lo cultural, y desde luego, en nuestra participación social para no cometer los mismo errores. Mi patria está ahí, pero me duele ver cómo poco a poco y con el pasar del tiempo, se va perdiendo todo lo que descubrí en la infancia. Bien lo decía Alfonso Reyes: “Vuela una nube; un astro se destaca,/ y el tiempo mismo se suspende y dura…/ ¡A Cuernavaca voy, a Cuernavaca!”.


