Entre los muchos objetivos del arte y la literatura, uno de los más evidentes es el lúdico: su capacidad de jugar, de introducir subjetividad, de seleccionar elementos, estructurarlos y moldearlos, de representar segmentos de realidad y tratarlos de determinada forma o manipularlos resulta quizás infinita. No conforme con la azarosa realidad, el artista la ordena, la estructura. El lector o espectador sabe que se trata de un juego, de una obra artística, por más verdadera que parezca. Se hace cómplice de lo representado y lo asume como fantástico o verosímil, ficticio o realista, pero no real, pese a que pueda estar totalmente basado en algo real. Sólo la gente religiosa cree en libros sagrados y mitológicos como si narraran algo auténtico. Pero incluso en esos casos la gente sabe de contextos. Y esto vale para el arte, pero también, en un nivel esquemático y repetitivo, para la artesanía; y en un nivel aún más pobre, esquemático y con claros fines de lucro, en la industria del espectáculo y el entretenimiento, cuyos actores se sienten “artistas” y escalan, patéticos, hacia el protagonismo a ultranza. De ese modo, la industria de la telenovela vulgar sabe cómo obtener más audiencia al darle lo que “necesita” a gente de escasa cultura y nula educación estética, a gente con sensibilidad y emociones casi primitivas, controlada a menudo por la irracionalidad (el miedo, la fe, los sentimientos e instintos…). Nuestro lado irracional es básico para vivir y adquirir dimensiones éticas. Jugar con esa zona es válido en la representación, pero hacerlo para alterar la realidad es mezquino y merece castigarse.

En medio de la realidad que, como toda realidad, se nos escapó; en medio de las tragedias que produjeron los sismos, ciertos “comunicadores”, como perros tras un hueso, se aprovecharon impunemente del dolor ajeno, perdieron las dimensiones éticas y estructuraron un burdo espectáculo. No comunicaron con la tendencia a la objetividad que, por su oficio, debe tener cualquiera que se nombre comunicador, periodista o reportero. La persona que ideó crear a una niña enterrada con vida en los escombros, así como sus cómplices (quienesquiera que sean) inventó una sensiblera telenovela en medio de la tragedia real, con el despreciable fin de ganar audiencia y protagonismo, lo que se traduce en ganancias millonarias.

Confieso que jamás veo noticieros en la televisión. Me enteré de lo anterior por la indignación que recorrió las redes sociales. Desde hace más de 20 años, por higiene mental, no deseo enterarme de las noticias mediante la TV. Como escritor, conozco la techné, los recursos, guiones, estrategias, estructuras, elementos que deben ordenarse de tal o cual modo para producir verosimilitud. El artista puede mentir, combinar realidades, tergiversar hechos o decir verdades a medias porque la “verdad” como tal no le interesa en primera instancia. A nadie daña creando mundos ficticios. Por ello Sor Juana hablaba del “engaño colorido”. En cambio, un comunicador que propaga mentiras no hace sino dañinos fraudes porque se ubica fuera de contexto, como muchos políticos que viven en la fantasía, o los religiosos que usan el miedo de la gente, aunque éstos por lo menos vendan el consuelo de una realidad alterna… en el más allá.

Tal vez desde las guerras del Golfo Pérsico los espectadores se han acostumbrado a percibir tragedias ajenas como espectáculos (y no al modo inteligente de De Quincey). Quizás ocurra lo anterior porque hay reporteros que desean usurpar las funciones de la industria del entretenimiento. En sus noticieros, la mala televisión (no niego que haya excelentes programas) ha acostumbrado a la gente a ver guiones armados con decenas de huecos y mentiras, y cuando se trata de tragedias, incluso ponen musiquita melodramática de fondo para arrancar las lágrimas de la sensiblería popular. La gran pregunta es si estos fraudes quedarán impunes, como los miles de fraudes admitidos por el neoliberalismo y la rapiña casi institucionalizada. Todo esto redunda en un proceso de descomposición que a todos afecta.