No es posible prever ni impedir los terremotos, pero es perfectamente factible disminuir los riesgos, preparar a la ciudadanía para esos momentos críticos y tomar diversas medidas que reduzcan el tamaño de la tragedia. A juzgar por lo visto y ocurrido a causa de los recientes sismos, estamos lejos de contar con un eficiente sistema de protección civil, las normas de construcción siguen siendo laxas, no hay una supervisión adecuada de inmuebles, y muchas autoridades, incapaces de organizar y coordinar el auxilio a damnificados, exhiben su indolencia, su ineptitud y otros defectos cuando más se requiere de la eficacia.

Lo visto en Oaxaca, Chiapas, Tabasco y otros estados de la república, así como en la Ciudad de México, ratifica que las autoridades de todo orden no han cumplido adecuadamente con su responsabilidad. En los momentos críticos desaparecen, en las oficinas públicas se cruzan órdenes y contraórdenes, la fuerza pública se ausenta y tienen que ser los ciudadanos quienes asuman funciones que corresponderían a gobernantes capaces, si los tuviéramos.

Por supuesto no todo es negro. Algunas enseñanzas dejaron los sismos de 1985 y hoy se realizan simulacros, se han adoptado algunas medidas preventivas y existe, en el papel al menos, cierta coordinación entre las autoridades de diverso orden y jerarquía. Sin embargo, la carga mayor sigue recayendo en los ciudadanos, en su formidable capacidad de reacción, en su organización espontánea y en su disposición al sacrificio.

Habla bien de quienes construyen escuelas públicas el hecho de que en ellas los daños hayan sido menores, lo que lamentablemente no puede decirse de algunos planteles privados donde el siniestro cobró la vida de profesores y alumnos. Antes de emitir un juicio, habrá que saber si esas construcciones cumplían con los requisitos de seguridad, porque son precisamente esas edificaciones las que deben ofrecer las mejores condiciones para salvaguardar la integridad física de las personas, niños y jóvenes en su mayoría.

No sólo reflexión, sino proyectos y decisiones inmediatas debe suscitar este fenómeno. En lo que se refiere a la zona metropolitana de la Ciudad de México, la conclusión obvia es que hace rato llegó al colapso: embotellamientos diarios, inundaciones, desempleo, pésimos servicios, inseguridad y otros factores inciden en una cuantiosa pérdida de horas hombre, una cada vez más baja productividad, un encarecimiento de bienes y servicios y una calidad de vida a la baja. Ha llegado la hora de descentralizar en serio. La capital ya no da para más.