No hay gusto como el ver que un traidor va a padecer. Francisco Maldonado

Hace 170 años un ejército invasor acosó la ciudad al asediar Churubusco y al vencer en las batallas del Molino del Rey, de Padierna y tomar a la fuerza el alcázar de Chapultepec, para luego dirigir sus huestes en contra de las garitas de Belén y de San Cosme; y un 14 de septiembre, a pesar del pedimento del ayuntamiento capitalino de “no ocupar Palacio ni izar el lábaro extranjero”, las huestes de Winfield Scott vejaron el derecho de rendición e izaron la bandera de las barras y las estrellas en la sede del gobierno mexicano.

Pocos recuerdan los esfuerzos de Rafael Espinosa y los capitulares del Cabildo José Urbano Fonseca, José María Zaldívar, Juan Palacios y del oficial mayor del ayuntamiento, Leandro Estrada, quienes ante la determinación de Santa Anna de abandonar al invasor la capital del país, a mata caballo acordaron una protesta y unas proposiciones que entregaron a Scott en Tacubaya, cerca de las 4 de la madrugada del 14 de septiembre de 1847.

Dicho documento expresó la más solemne protesta “ante la faz del mundo y del general en jefe del ejército norteamericano, que si los azares de la guerra han puesto a la ciudad en poder de los Estados Unidos del Norte, nunca es su ánimo someterse voluntariamente a ningún jefe, persona o autoridad, sino a las que emanan de la Constitución Federal sancionada por el gobierno de la República Mexicana”, lo que generó la ira del aprehensivo militar yankee, quien, ignorando el derecho de gentes que asistía al Cabildo capitalino a efecto de garantizar “la tranquilidad del vecindario”, ordenó tomar la plaza.

El talante y patriotismo de los integrantes de aquel Ayuntamiento capitalino, contrasta diametralmente con la servil actitud con la que hoy sus herederos actúan en contra “del vecindario” y, sobre todo, de su patrimonio colectivo, tal y como lo acreditan sus obsesiones por concesionar el Bosque de Chapultepec, como se desprende de la segunda convocatoria para elaborar el Plan Maestro del Zoológico de Chapultepec, eufemismo que esconde una invitación a su privatización, con sus preceptivas  “estrategias de marketing”.

Y qué decir del anuncio sobre la elaboración y aplicación de un “reglamento para el uso de la Plaza de la Constitución”, el cual privilegia sus empleos lúdicos en detrimento de los ejercicios cívicos y, peor aún, de los derechos políticos de los mexicanos, cuya exigencia ha encontrado en la saliente administración del Dr. Mancera al émulo más conspicuo del gobernador civil y militar de la ciudad de aquel fatídico episodio de 1847, el general John A. Quitmann, impuesto por Scott como azote de los capitalinos.

En sentido distinto a la sentencia del capitán salmantino de la Guerra de las Comunidades de Castilla del siglo XV, don Francisco Maldonado, los capitalinos no quisiéramos ver el padecimiento que aquejará al mancerismo claudicante ante la historia.