Aunque el siglo XXI empezó bajo el amparo de los más avanzados medios de comunicación de la historia —la Internet en la mano y una serie de artilugios que conectan al hombre con casi todo el acervo de la Humanidad merced a adelantos “inteligentes” que sobrepasan los más sorprendentes ingenios de la ciencia ficción—, su talón de Aquiles es más que rudimentario: el terrorismo y la migración forzada, que afecta a millones de seres humanos que marchan por todas direcciones como una avalancha de desesperación. Jinetes del Apocalipsis que parecían personajes de otros tiempos, ya desaparecidos. Pero no, están vivos y nadie sabe cuando desaparecerán.

Lo más sorprendente del caso es que las nuevas oleadas de inmigrantes se han sucedido en cuestión de días, casi de horas. La más reciente, el éxodo de los Rohingyas, apenas comenzó el viernes 25 de agosto último. Seguro que el lector nunca antes había oído hablar de los Rohingyas: minoría étnica, lingüística y religiosa procedente del estado de Arakan, al oeste de la República de la Unión de Myanmar (la antigua Birmania, uno de los 49 países que conforman el continente asiático), y colindante con Bangladesh, que también es casi desconocida. A diferencia de la gran mayoría de la población birmana —aproximadamente 52 millones de habitantes—, en torno a 85%, que es budista, el grupo minoritario profesa el Islam suní, razón por la cual ha sufrido todo tipo de discriminaciones hasta el punto de ser considerada “la minoría más perseguida del mundo” según la Organización de Naciones Unidas (ONU).

El factor principal que demuestra, sin lugar a dudas, la discriminación del gobierno birmano hacia los Rohingya (un 4% de la población total), es que, pese a que están asentados en el país desde la época de la colonización británica, sus miembros no son reconocidos como ciudadanos.

Los hechos son los siguientes: la ley de ciudadanía vigente, promulgada en 1982 por el dictador Ne Win, no reconoce a los Rohingyas como una de las 135 etnias tradicionales de Birmania, por lo que se les considera apátridas. Es más, esta etnia no contaba con documentos de identificación hasta1995, cuando tras las presiones por parte del Alto Comisionado para los Refugiados (ACNUR, en inglés UNHCR, United Nations High Commissioner for Refugees), el organismo de la ONU encargado de proteger a los refugiados y desplazados por persecuciones o conflictos armados, se otorgó a los Rohingyas una tarjeta de registro provisional y distinta a la del resto de ciudadanos. En ella figura el nombre y la fecha de nacimiento del portador, pero no el lugar, por lo que no puede emplearse para solicitar la ciudadanía. Este sistema de identificación fue suspendido en 2011 debido a la presión ejercida por grupos nacionalistas budistas birmanos.

Para efectos prácticos, esta situación apátrida significa la imposibilidad del más de un millón de Rohingyas en Myanmar de viajar y circular libremente por todo el territorio birmano, recurrir a la justicia o poder cursar estudios superiores y, por descontado, de inscribirse en el padrón electoral y ejercer su sufragio en los comicios convocados.

La violencia entre la etnia y el gobierno se remonta a casi siete décadas, en 1948, cuando Birmania logró la independencia de la metrópoli británica. Sucedió una dictadura militar hasta que en 1990 se efectuaron las primeras elecciones libres, pero esto no significó ninguna mejora para los Rohingyas. El aperturismo político, que en teoría traería la democracia no fue para las minorías religiosas, que continuaron siendo objeto de todo tipo de violaciones en sus derechos humanos.

Los últimos tiempos no han sido nada pacíficos entre la etnia y el gobierno. Los Rohingyas decidieron organizarse militarmente y establecieron el Ejército de Salvación Rohingya de Arakan (ARSA). El 2012 fue especialmente violento. Se sucedieron dos enfrentamientos sangrientos, uno en junio y otro en octubre de ese año, dirigidos por grupos extremistas de la mayoría budista, tolerados por las autoridades. El saldo fue de más de 140 muertos, y aproximadamente 100,000 desplazados e innumerables destrozos en casas y edificios musulmanes.

El asunto no terminó ahí. En octubre de 2016 el conflicto se agudizó cuando nueve guardias fronterizos murieron en un ataque de ARSA, lo que deterioró aún más las malas condiciones de la población civil rohingya. En el último estallido violento, el pasado 25 de agosto, tras la reivindicación por parte de ARSA —anteriormente conocido como Aharak al Yaqin, fundado en 2012— de un ataque a puestos policiales y a una base birmana, murieron al menos 110 rohingyas y el gobierno aumentó la presencia militar en el estado de Arakan.

Entonces comenzó la más reciente “avalancha de desesperación”. El ejército entró en funciones y la policía. Tun Hlaing, jefe policiaco de la ciudad de Buthidaung, abundó sobre el particular: “Nos hemos dividido en dos grupos: uno que proporcionará seguridad en los puestos policiales y otro que va a llevar a cabo operaciones de limpieza”. Más claro ni el agua.

En tales circunstancias, los rohingyas llevan décadas huyendo en masa al país vecino, Bangladesh, de mayoría musulmana, donde esperan obtener la calidad de refugiados. Según los cálculos, entre 300,000 y 500,000 rohingyas viven en territorio bangladeshí pero únicamente unos 32,000 han recibido el estatus de refugiado. Además, malviven en campos de “atención” en el distrito de Cox´s Bazar, cerca de la frontera. Debido a la más reciente ola de migración —en la última semana han llegado 38,000 desesperados—,  las autoridades receptoras han comenzado a impedir el paso de rohingyas, que cruzan la frontera a través del río Naf. Razón por la que el secretario general de la ONU, el portugués Antonio Guterres, pidió a las capitales en conflicto mantengan  las fronteras abiertas y ofreció “todo el apoyo necesario”, algo que no es fácil de cumplir.

Mientras tanto, la presión internacional crece sobre la Consejera de Estado y Premio Nobel de la Paz 1991, Aung San Suu Kyi, dirigente de facto de Myanmar, para que detenga las violaciones —excesos— que cometen las fuerzas militares. Una de las voces que se han hecho escuchar al respecto, ha sido la de la joven paquistaní, también Premio Nobel de la Paz, Malala Yousafzai, que recientemente estuvo en México donde hizo un llamamiento público para que se detenga la violencia contra la minoría musulmana de Birmania.

Se calcula que más de un millón de rohingyas viven en el estado de Rakhine, donde ya tuvo lugar otra campaña del ejército birmano hace nueve meses tras un ataque insurgente similar al actual que condujo a más de 70,000 miembros de esta minoría a buscar refugio en Bangladesh.

En su esperado discurso del martes 19 de septiembre, que sería su primera reacción pública sobre la crítica situación de la minoría musulmana en su país, ante la Asamblea General de Myanmar, la Consejera de Estado Aung San Suu Kyi —que se hizo famosa por su lucha en contra del régimen militar birmano que la mantuvo en cárcel domiciliaria durante mucho tiempo—, dijo unas decepcionantes palabras: “El gobierno no ha tenido suficiente tiempo para superar los retos”. Triste justificación. Agregó “sentir profundamente (el sufrimiento) de todas las personas atrapadas en el conflicto” y que su país está comprometido con la paz y la estabilidad. Bla, bla, bla.

El caso es que, según un reciente informe de la ONU. se estima que más de 417,000  rohingyas ya cruzaron la frontera que marca el río Nef para huir de la discriminación y la cadena de ataques sectarios en su contra.

Suu Kyi, en su criticado mensaje, condenó “las violaciones de los Derechos Humanos y la violencia ilegal” a los que están sujetos los musulmanes rohingyas, y agregó que su país está listo para verificar el estatus de la citada minoría religiosa que ha huido a Bangladesh para ayudar al retorno de quienes tengan el derecho a reasentarse.

“Estamos preparados a iniciar el proceso de verificación en cualquier momento”, aseveró la icónica Premio Nobel de la Paz, que en lols últimos meses ha recibido duras críticas por la “limpieza étnica” que ha sufrido la minoría islámica en el país asiático.

Para finalizar su mensaje, Suu Kyi recalcó que su país no debe ser dividido por “creencias religiosas”, pese a que les fue retirada la nacionalidad birmana en 1992 a los rohingyas, disposición que aún es vigente. Con tan escuetas palabras, la Consejera se limitó a decir que la crisis está siendo distorsionada por un enorme “iceberg de desinformación”. Sin mayores comentarios. El poder iguala a casi todos los mandatarios del mundo. VALE.