Ante las interrogantes sobre el sentido del mundo, al ser humano sólo le ha quedado su imaginación para crear otros mundos, otros sentidos, otros rumbos, y el camino de la metafísica le ha dictado que no todo es materia: hay algo más. La filosofía Lokayata, de la antigua India, sostenía que todo es materia y que dios o los dioses no existen; aseguraba que con la muerte todo finaliza. Era su punto de vista. Desgraciadamente, los brahmanes se encargaron de destruir los textos de Lokayata, aunque citaron pasajes para refutarlos (por ello sabemos de su existencia). El jainismo, religión atea del siglo vi a. de n. e. fue la única que defendió la postura de Lokayata. ¿Por qué? Porque para los jainas, inventores de la no-violencia o ahimsa, no existe la verdad, sino verdades. El género humano ha matado para defender su noción de inmortalidad, a menudo sin saber que detrás de dicha noción hay un ingente negocio: guerras y cruzadas contra quienes piensan distinto, masacres y torturas a la par de millones de limosnas, cientos de miles de dádivas, decenas de millones de donaciones u obsequios a sacerdotes y altos jerarcas religiosos que, mediante el manejo de las emociones, chantajean y amenazan con infiernos o reencarnaciones, fuego eterno, dolor intenso o algo peor: la incomprensible nada, el no-ser o, en este caso, el dejar de ser, porque para ellos “la vida es sueño”, una ilusión en tanto que es imposible asir la realidad que nos devora segundo tras segundo.

Las posturas científicas y racionalistas, intrigadas también por la ausencia de sentido preciso, han indagado con libertad, sin la presión de esoterismos, magias o supersticiones, sobre el porqué de nuestra mortalidad. La espiritualidad científica no es por ello menos espiritual: es parte de la cultura y sus motivaciones obedecen al viejo miedo a la muerte y al anhelo de trascender. En sánscrito, la medicina era la “ciencia de la longevidad” (Ayur-Veda), y para la alquimia china era prurito la conservación de la juventud.

Ciencias y religiones producen imprescindibles mitos. Quien no posea un mito puede caer en la locura, suicidarse o matar. Alimento del hombre, el mito constituye una necesidad, aunque creer signifique querer creer, como bien lo decía Unamuno. Sören Kierkegaard escribió que la angustia es el vértigo de la libertad. No hay otra forma de desarrollar nuestro ser que alejándonos de la angustia ante el misterio del universo. Esa angustia se elimina con la fe en lo que sea, con el mito y con el ocuparse en la vida misma. En el Mahabharata se afirma que lo más maravilloso es que el humano siga viviendo como si fuera inmortal. Para mí, la única inmortalidad posible se da en el más acá, y consiste en dejar alguna huella (la que sea) de lo que fuimos, de lo que somos, de nuestro paso. La huella es la inmortalidad (siempre relativa) y las futuras generaciones (léase “el tiempo”) la mantendrán, la borrarán o la resucitarán para reescribirla, hasta que la estrella que nos da calor y vida llegue a la vejez y nuestro sistema solar desaparezca para dar paso a ¿la nada absoluta?, ¿la noche de Brahma?, ¿un juicio final?, ¿la parusía?, ¿el inicio de un nuevo ciclo del Eterno Retorno? Sólo la soberbia lo sabe.