Uno de los acontecimientos del año en nuestro panorama teatral estaba llamado a ser la reposición de La última sesión de Freud de Mark St. Germain que por segunda ocasión monta el maestro José Caballero, ahora con una producción multiestelar: los maestros Luis de Tavira y Álvaro Guerrero en el elenco, y la estupenda escenografía del maestro Alejandro Luna en el Teatro López Tarso del Centro Cultural San Ángel. La primera puesta del mismo director estuvo interpretada por Sergio Klainer y Darío T. Pie, pero no tuve oportunidad de verla por lo que no hay asomo alguno de comparativos en mis apreciaciones para con el trabajo extraordinario de la dupla actoral compuesta por De Tavira y Guerrero.

La espectacularidad de la propuesta aquí habla por sí misma y los resultados son de primera magnitud. Se trata del regreso como actor a nuestros escenarios de un hombre que ha sido leyenda viva de nuestro teatro: Luis de Tavira, tras más de treinta años de no dejarse ver como tal en las tablas, desde que interpretó soberbio (porque ahí sí tuve el placer de verlo) De la vida de las marionetas de Ingmar Bergman en el célebre montaje de esa otra leyenda del teatro universitario llamada Ludwik Margules. Y se trata de un dueto actoral de primer orden al que ha sido convocado Álvaro Guerrero, actor de sólida y congruente trayectoria en teatro, cine y televisión; un actor que, en escena, siempre ha apostado por el riesgo, la calidad y la coherencia en alianza, y que en esta ocasión se muestra en plenitud y madurez.

La obra de St. Germain —enmarcada por el éxito mundial— se constituye como un encuentro socrático y dialógico entre Sigmund Freud y el escritor —lanzado a la fama hace algunos años con la filmación de la saga de historias fantásticas tituladas Crónicas de Narnia— C. S. Lewis que en cine ha sido interpretado con excelsitud nada menos que por Anthony Hopkins en Shadowlands de Richard Attenborough, película de 1993, basada en el el libro autobiográfico de Lewis Una pena en observación (1961), drama desgarrador que cuenta el deterioro por cáncer óseo de su esposa, la poeta atea y comunista Joy Gresham, y todo aquello que el dolor ante esta enfermedad terminal descuella hacia la espiritualidad. La fuerza histriónica de Hopkins entregó en pantalla a un Lewis de carne y hueso con sus dudas metafísicas, sus clamores religiosos y sus comprobaciones de la existencia de Dios a través del milagro de la relativa recuperación de su esposa quien, no obstante, no logra curar el cáncer. Guerrero dota de humanidad a la fe de Lewis.

St. Germain avizora quizás, a partir de esta complejidad del Lewis hombre, filósofo y escritor, un encuentro imaginario entre éste y Freud (de 82 años, en la última dramática etapa de su vida), justo cuando el padre del psicoanálisis está padeciendo cáncer bucal y libra una ardua batalla con la enfermedad y la proximidad de la muerte. La disquisición dialógica entre la existencia o no-existencia de Dios se torna en un bagaje de reflexiones, referencias, dubitaciones, convicciones y contradicciones entre los dos personajes, el uno, Freud, atemperado y atribulado por la conciencia del ser a través de la sexualidad y el más puro materialismo dialéctico; el otro, Lewis, a partir de su conversión al catolicismo. El ateo Freud y el católico converso (seguidor de Chesterton) Lewis sostienen un téte a téte de ideas, brillante y sobrecogedor. Una confrontación demoledora. La acción transcurre en 1939. Estudio de Freud, Londres, Inglaterra, veinte días antes de su muerte.

Obra que recrea también un pasaje trágico de la historia del siglo XX (la ocupación nazi en Polonia y los desmanes de la Segunda Guerra Mundial), La última sesión de Freud parecería un extracto o esbozo de los temas afines a la condición humana y que, hoy por hoy, aún siguen vigentes: sexualidad, amor, poder, muerte, barbarie, fe… por medio de los cuales la pieza logra captar la atención de los espectadores y la fuerza del discurso humanístico del dramaturgo —perfectamente sustentado en las actuaciones y la dirección— toca la conciencia del espectador sea o no creyente o religioso.

Luis de Tavira hace una creación magistral; no necesita ponerse el mote de “primer actor” (que a mi ver deja mucho qué desear casi siempre en quienes así se autodenominan) para ser un actor en toda la extensión de la palabra: técnica, sensibilidad, inteligencia, cerebralidad, histrionismo en pleno, sabiduría hacen que el desempeño de Luis de Tavira en La última sesión de Freud sea una de las mejores actuaciones estelares del año y de muchos años en nuestro país. Amén de su parecido físico —impresionante— con Freud, Tavira forja un trabajo actoral de calidad, destreza y congruencia admirable; memorable en grado sumo y que, por ende, dejará huella en la historia del teatro mexicano del siglo XXI, es la interpretación como Freud del maestro Luis de Tavira.

A su vez, el talentoso Álvaro Guerrero acierta a encontrar el camino de la perfección en su arte interpretativo como C. S. Lewis, en un desempeño a la altura de Hopkins haciendo el mismo personaje en cine.

José Caballero ha dirigido con fuerza, con conocimiento de causa, con notable estilo y fluidez narrativa, quebrando de pronto el ánimo realista de la trama, con movimientos que dotan a los actores de mayor autonomía jugando con las sillas o transgrediendo el espacio escenográfico espléndidamente trazado por Alejandro Luna.

Un acierto, por todo esto, es la producción de Ortiz de Pinedo a La última sesión de Freud, importante puesta en escena, profunda, impactante, que concluirá el 27 de septiembre (Funciones: Viernes 21:00 horas, sábados 18:00 y 20:30 horas y domingos 18:00 horas). El público aplaude de pie, ovaciona al final, hace regresar varias aveces a los actores y esa es la mejor medida, el infalible termómetro de una gran obra teatral como es La última sesión de Freud.