Por Paulette Jonguitud

 

“Podrías haber llamado, no sabía que ibas a venir”, dice su madre siempre que llega a visitarla, aun cuando él acaba de tocar el timbre y fue ella misma quien le abrió la puerta.

La casa huele a túnel, no sabe de qué otro modo describir ese olor húmedo que se le pega a las puntas de los dedos; sus zapatos rechinan sobre el piso y sabe que es porque hace tiempo que nadie limpia. Nadie es él. ¿Quién más va a limpiarlo?

Tras abrirle la puerta, la madre sube la escalera y se olvida de él, que sube tras ella y la sigue hasta su habitación, donde el olor es más fuerte, donde una hilera de hormigas entra por la ventana y llega hasta el basurero. No son sucias, las hormigas, piensa él para no decirse: Tienes que sacar esa basura.

“¿Ya no tocas antes de entrar a mi recámara? Podría haber estado cambiándome”, sigue y sigue la madre y busca entre sus cosas, busca, recorre con los dedos los espacios vacíos de su tocador, como un niño que juega a un laberinto, recorre con los dedos y deja una marca sobre el polvo entre el joyero y el vaso con agua en el que flota una mosca, muerta. Cuánto polvo, habrá que limpiar este cuarto, hace tiempo que nadie limpia.

Nadie es él.

“¿Qué pasa, mamá, se te perdió algo?”, le pregunta y ella sigue como si no escuchara, recorriendo con el dedo y con la angustia el tocador, buscando junto al frutero donde se oxida un plátano, entre las mascadas que huelen un poco a agua de rosas y un poco a naftalina.

“Aquí en este pedacito entre el joyero de las perlas y el plato de té”, sigue ella, “¿qué era? Era un, era un, ¿qué era? De este tamañito, mira, cabe aquí, como una mandarina, ¿sería una mandarina? Tal vez me la comí. No, no era. ¿Qué era?”

Él la mira con lástima y no quiere verla así. A las madres se les puede tener coraje, amor, las dos cosas, pero lástima nunca, piensa él.

“Mamá, ya hablamos de esto, es ansiedad, nada más, las cosas no se pierden solas.” Habla mientras busca un lugar donde sentarse, tira al piso una pila de ropa sucia que estaba sobre el sillón, se sienta pero se levanta de inmediato: el cojín está mojado. No sabe por qué su madre ensucia tanta ropa, siente que se pasa la semana lavando y cuando llega a verla todo está sucio, todo huele a flores que llevan dos semanas en el florero, al frasco de perfume que se ha derramado junto a la mesita.

“No”, dice ella, “solas no se pierden, es él quien se las lleva y sólo quedan los espacios, como los agujeros que dejan los clavos en las paredes, y yo no hago más que mirar todo el día el espacio vacío y tratar de acordarme de qué había ahí.”

Ella se queja de que él no la escucha y él sabe que es verdad. No quiere escucharla hablar de su hermano y de cómo viene cada noche a robarle. No quiere pensar en su hermano y no quiere pensar en ella sola en esa casa imaginando la visita después de tanto tiempo. No tiene ganas de tonterías así como no tiene ganas de cambiar las sábanas que ya llevan un mes puestas o de esponjar la almohada donde se marca el peso de la cabeza de su madre y sobre la que quedan unos cuantos pelos enredados.

Le ha dicho a su madre que le ayude con la limpieza, le ha exigido: Madre, no puedo hacerlo todo, si quieres seguir en esta casa sin compañía tienes que probarme que puedes hacerte cargo de ti misma, tienes que barrer un poco, tienes que lavarte los dientes y ponerte zapatos que formen un par, tienes que apagar la luz de la alacena y pasarte un peine por la cabeza antes de salir a la calle.

“Tu hermano vino por primera vez hace dos meses”, dice ella, como cada tarde, “vino y no sé cómo. Yo estaba dormida y pensé que se había metido alguien en la casa, pero era él y lo reconocí aunque estaba diferente, había crecido, tenía barba cerrada y los brazos gruesos, así como tú pero más guapo, siempre fue más guapo, qué quieres que te diga. Creció, tu hermano, y era fuerte, unos brazos así, gruesos, de haber querido me llevaba cargada al hombro como un costal, pero no venía a llevarme, vino a decirme que estaba solo, que se sentía muy solo y quería compañía.”

La madre sigue hablando mientras él repite casi sin darse cuenta de que sus labios se mueven: “Los hermanos muertos no crecen, mamá, se van, desaparecen”.

Hoy la madre tiene una nueva idea y él tarda en entender de qué se trata, porque no quiere escucharla y no quiere en­tender; quiere sacarla de ahí en cuanto pueda y llevarla a algún lugar donde la cuiden, donde sea alguien más quien limpie la mierda de las paredes del escusado cuando ella olvida jalar la palanca, alguien más quien busque un pantalón que no huela un poco a orina y un poco a talco, alguien más quien haga la comida que ella olvida comer.

Pero nadie lo hace y nadie es él.

“Escuché en un reportaje de Radio Universidad que los chinos casan a sus muertos”, dice ella. “No todos los chinos, unos cuantos, unos pocos, poquísimos, pero lo hacen, lo dijeron en Radio Universidad; es para que no estén solos. Buscan el cadáver de una muchacha o de un muchacho y se ponen de acuerdo las dos familias, se intercambian regalos de compromiso y se hacen los horóscopos de los novios para asegurarse de que el matrimonio sea feliz. Luego hacen la ceremonia de la boda, se fabrican unos muñecos de papel que se parecen a los muertos y son esos los que se sientan a la mesa del banquete. Pues claro que hay banquete, ¿qué esperabas?, ¿quesadillas?”

“Mamá, ponte los zapatos”, dice él, y se agacha junto a los pies de la madre, que tiene las uñas gruesas y amarillas, uñas largas que él ha olvidado cortar. Debería cortarlas ahora mismo, debería sacar los alicates del cajón de la mesita y cortar las uñas gruesas de su madre antes de que se entierren y tenga que escarbarlas, debería hacerlo en lugar de intentar cubrirlas ya con los zapatos.

“Esos no son mis zapatos –dice ella– esos son de vieja y yo no voy a ningún lado sin tacones.”

Él asiente y busca otros zapatos, y ella sigue: “Podemos conseguir el cadáver de una muchacha, que sea joven, ¿entiendes? No vamos a casarlo con una anciana nomás porque está muerto; no tiene que ser muy guapa”.

La escritora Paulette Jonguitud.

La escritora Paulette Jonguitud.

Hasta entonces comprende lo que dice su madre y no sabe si quiere suspirar o empujarla. “No vamos a buscar un ca­dáver, mamá, vamos a buscar un doctor, te lo he dicho muchas veces, tienen que revisarte antes de que te pongas peor, esto ya es demasiado. Los muertos no regresan, mamá, no se mueven, no crecen y mucho menos se casan. Los muertos se fueron el día en que dejaron de respirar.” No recuerda hace cuánto tiempo no le decía tantas palabras juntas y corridas a su madre.

La madre lo mira un momento, le acaricia la cabeza y él piensa que ella se ha calmado y que al menos ahora podrán salir a comer sin que ella crea que va a abandonarla en el restaurante para poder, al fin, vender su casa.

“Vas a conseguir un cadáver, mijo, y los casamos en el jardín; consigue una muertita, no puede ser tan difícil. Dios sabe que lo que sobra en este país son cadáveres de muchachas.”

Una muñeca de tela y de papel, una muñeca a escala humana que tendrá, como la madre, las manos regordetas y las uñas ovaladas, una muñeca que la madre cose, pega, recorta. La muñeca mira cómo la madre le pasa la pierna bajo la aguja de la máquina de coser para asegurar la ingle a la cadera; es una ingle de tela, una cadera de tela. Una costura marca la articulación y la madre la prueba moviéndola hacia adelante, hacia atrás; la muñeca quiere ayudarle y observa mientras la construyen, de tener boca sonreiría con el subir y bajar de la aguja que le hace cosquillas. La muñeca no ha aprendido a conducir ese cuerpo que todavía no es un cuerpo.

Es una muñeca de manta y de papel que no tiene cara y que no tiene pelo, pero que tiene cosquillas.

“Los brazos largos y redondeados, eso es importante”, dice la madre. “Y llenita. Guapa. Mira qué postura. Enderézate, mija, que así nadie va a quererte. Saca la pompa, un poquito más, otro poquito, ya, ya, que no vamos a rifarte. La cara ya te la pondré después. Y el pelo. Hay que ver a quién te pareces para que te parezcas a alguien, a una muchacha. Pobre muchacha. ¿De qué se habrá muerto? Espero que mi hijo no nos vaya a traer una desfigurada. Habiendo tantas muertas hasta deberíamos poder elegir, ¿no? ¿A dónde las llevarán? ¿Al Semefo? ¿A la Procuraduría? ¿A Xoco? ¿Y si nadie las reclama? Una huérfana de tumba, ésa sería un partidazo, ¿no?”

Llega el hijo como cada tarde, llega sin querer llegar y encuentra a su madre cubierta en tela y engrudo: “¡Quedamos en que ya ibas a estar lista!”.

“¿Y tú quién eres?”, pregunta la madre y corre a esconderse tras el ropero. “¿Quién eres y cómo entraste? ¿Quién te abrió?”

“Mamá, soy yo”, dice él casi aliviado al verla tan descompuesta. Quizás ahora pueda al fin llevársela de ahí e internarla en la casa de retiro que ya pagó y que espera sólo un día como éste en que ella ya no sepa de sí misma.

“¿Te asustaste?”, ríe la madre. “Te asustaste, maricón. Pues acostúmbrate porque si no me ayudas con lo de tu hermano hasta tu cara se me va a perder y entonces sí, ¿qué vas a hacer, niñito de mamá?”

Él suspira y hace como que no quiere llorar, hace como que no le importa tener que convencerla de que hoy deben ir al neurólogo.

“Yo no necesito un doctor”, dice la madre, “necesito un poco más de hilo blanco para esta pierna. Ve tú, yo aquí me quedo con tu cuñada.”

“¿Qué haces?”, tiene que preguntar él aunque no quiere saber la respuesta, lo único que quiere es llevarla con un médico que se escandalice por su estado, que ordene supervisión las veinticuatro horas, que le autorice a llevarla por la fuerza a la casa de retiro.

>Fragmento de la novela “Algunas margaritas y sus fantasmas”, de Paulette Jonguitud (Caballo de Troya, 2017). Agradecemos a la editorial las facilidades otorgadas para su publicación.