Por Legna Rodriguez Iglesias

 

I

Lo primero es una fotografía. Una polaroid vieja que se escapó de una de las bolsas de basura amontonadas en la mitad de la cuadra. Mezcla de papel, cenizas, latas de cerveza y colillas de cigarro sueltas. Un perro intruso rompió el plástico negro de un mordisco y la dejó caer al suelo, bajo la luz amarillenta de un farol. De lejos brilla un poco. Llama la atención ese destello mugriento, una especie de voz de auxilio desde el cemento húmedo. De cerca el brillo se desvanece y solo queda el papel desteñido. La imagen velada de algo que ocurrió en otro momento, lejos de esta calle vacía, el destilado de una escena imposible de resucitar. No hay forma de saber el camino que recorrió antes de llegar aquí. Cuánta gente la vio, por qué cajones anduvo, qué bolsillos cruzó. Tampoco se puede precisar en qué momento y por qué razón se transformó en basura. Cuándo dejó de estar expuesta en un marco o en las páginas de un álbum para ir a dar a un tarro con el resto de las mugres que ahora la acompañan.

Es pequeña. No debe medir más de diez por diez. Una verdadera miniatura, con personajes y lugares diminutos. A simple vista nadie habría reparado en ella, pero el azar, el perro, la ley de las casualidades, del caos o lo que sea, la eligieron entre vidrios rotos y cáscaras de naranja y la acomodaron aquí, justo en el frontis de mi casa.

Un hombre vestido de kimono negro.

Un minihombre. Chiquitito, de cinco centímetros de altura.

Un hombre plano, en una sola dimensión.

Puede tener un poco más de cincuenta años. Lleva un cinturón anudado en la cintura. ¿Violeta? ¿Azul? No se distingue bien. El hombre me mira desde la fotografía, posa para la cámara feliz, con una sonrisa entusiasta que deja ver todos sus dientes. Tiene una corona de oro en alguno de ellos. En los de arriba, creo. Eso no se ve en la foto, pero yo lo recuerdo. Un par de patillas gruesas le enmarcan la cara y una cadena metálica le cuelga del pecho. Al final de ella hay un toro. Eso también lo recuerdo. Un toro de plata o de oro, no lo sé. Qué importa. El cuerpo de este hombre es delgado. Sus piernas son largas y flacas. Lleva las rodillas flectadas, ejecutando la postura de un arte marcial.

El tipo del kimono se encuentra en un lugar que podría ser un gimnasio. Se ven algunos pergaminos con letras orientales pegados al costado derecho y, a su espalda, las cabezas de tres dragones de papel cuelgan de la pared. Uno rojo, el otro verde y el tercero azul. En el reverso de la fotografía, letras borrosas e infantiles escriben palabras imposibles de leer. Una dedicatoria escrita hace mucho tiempo. El recuerdo solo me permite descifrar una palabra demasiado reconocible: Fuenzalida.

—¿Quién es?

Cosme, mi hijo, aparece en la cocina y se sienta a mi lado.

—¿Es un samurái? —pregunta.

—No creo.

—¿Un guerrero ninja?

—Yo creo que es un caballero que practica kung fu.

Cosme toma el retrato con sus manos pequeñas. Lo acerca a su nariz, lo huele y me mira con cara de asco porque el olor a cáscara de naranja y colilla de cigarro todavía está impregnado en el papel.

—¿De dónde sacaste esta foto?

—Estaba en la calle, botada entre las bolsas de basura.

Cosme la examina con cuidado. Ve al tipo del kimono, observa su rostro desconocido, sus patillas, su colgante en el pecho. Como intuyendo que cualquier interrogatorio me pondrá en problemas, se queda extrañamente en silencio. No quiere saber por qué recogí a este tipo, ni qué hago mirándolo durante tanto rato.

—Este caballero es un dragón chino —concluye—. Los dragones chinos se transforman. Pueden convertirse en ríos o en personas si quieren.

El tipo del kimono parece estar viendo a Cosme. Su cara se encuentra completamente desenfocada y quizá por eso creo ver que su sonrisa se extiende y se ilumina mucho más en la fotografía. Hasta la corona de oro parece brillar. Hace un rato estaba condenado al camión basurero. En una bolsa negra iba a partir con el resto de la mugre al vertedero más cercano. Allí se habría hundido hasta terminar masticado por los dientes de una rata. Sin embargo, el camión pasó hace unos minutos, hizo su recolección y se fue lejos, sin él. Ahora el tipo del kimono se encuentra en mi casa, rescatado de la basura, limpio entre las manos de mi hijo. Sin duda eso es algo parecido a una metamorfosis.

—Es cierto —le digo a Cosme—. Tienes razón. Este caballero debe ser un auténtico dragón chino.

Legna Rodríguez Iglesias, escritora

Legna Rodríguez Iglesias, escritora.

II

Todo buen culebrón debe tener ciertos elementos básicos para la estructura de su historia: romance, ajuste de cuentas del pasado, una muerte y, en lo posible, la presencia de un niño. No es un patrón sacado de algún manual de escritura de guiones, es simplemente una receta personal que he ido decantando con los años. He pasado gran parte de mi vida escribiendo culebrones. Todavía no sé bien por qué, ni cómo llegué a hacerlo, pero lo hago, y aunque no soy una eminencia, puedo declarar que de culebrones sé muchísimo más que de otras cosas. Más que de la vida, sin ir más lejos. Los culebrones tienen cierta lógica, la vida no. Los culebrones tienen ciertas reglas. En un culebrón yo sé reaccionar, sé lo que debo hacer, cómo actuar, qué decir. Adivino quién es el bueno y quién es el malo, sé dónde está el peligro, lo esquivo o me enfrento a él, pero sé dónde está porque yo misma lo invento. Yo creo la acción y la reacción, el nudo dramático, el clímax, el desenlace. En un culebrón yo hago y deshago, me sumerjo, nado y llego a puerto. Siempre llego a puerto. Me salvo.

En la vida, claramente no ha sido así.

Antes no tenía conciencia dramática. La verdad es que antes no tenía conciencia de nada. Una mecánica extraña guiaba mis pasos de manera rigurosa y exacta y no daba espacio ni tiempo para otra cosa que no fuera cumplir. Horas establecidas, fechas, plazos, cuentas, pagos, deudas, responsabilidades, turnos. Las historias que se generan en esa mecánica son aburridas, predecibles y llenas de lugares comunes, como las de un pésimo culebrón. Desgraciadamente si tuviera que resumir mi propia historia, debo admitir que sería así: aburrida, predecible y llena de lugares comunes.

Capítulo uno: un día de lluvia conozco a Max en la sala de espera de la consulta de mi dentista. Capítulo dos: comenzamos a salir, nos enamoramos y terminamos casándonos un sábado de agosto. Capítulo tres: nace mi hijo Cosme y nos vamos a vivir a una casa con antejardín y patio. Capítulo cuatro: se acabó. Fin de la historia. Me voy, dijo Max una mañana después de haber argumentado por horas. Luego tomó su computador, un par de papeles y lo hizo. Se fue. No hubo un intento por darle un final más digno a la historia, menos abrupto. Quizás era un mal relato, superficial, apurado, chato y falto de vuelo, ahora lo sé, pero por lo menos podríamos haberle inyectado una cuota de dramatismo o de tragedia al desenlace. No hubo otras personas, ni grandes discusiones. Max solo se fue. Todas sus cosas quedaron acá. Su ropa, sus discos, su máquina afeitadora, sus pastillas para dormir. Su hijo. Yo.

Esperé más de un mes a que Max volviera a rescatar lo que había dejado. Un día desperté y entendí que toda su vida conmigo era completamente desechable para él. Esta casa y yo misma, equivalentes a una bodega vieja donde se guarda lo que ya no sirve. Entonces me armé de valor y de bolsas plásticas y comencé con la limpieza. Desmantelé el clóset, los veladores, la cómoda que nos heredó su madre. Haciendo un repaso patético de nuestra breve historia, fui botando cada una de las fotografías que tenía junto a él. Me deshice de sábanas, postales, libros dedicados que no alcancé a leer, cuadros, ropa, teléfonos, amigos, el tío Pedro, la abuela Antonia, cumpleaños, pascuas, años nuevos. Todo lo metí en bolsas plásticas negras de ochenta centímetros por cincuenta. Luego las amarré con cáñamo y aseguré con cinta de embalaje para que no hubiera posibilidad de que algo se escapara. Cosme, que aún no tenía un año, me miraba desde su coche sin entender ni preguntar. Yo me mantenía despierta durante la noche y espiaba por la ventana cuando oía que el camión de la basura se acercaba. Primero ese temblor. Un escalofrío que recorre los vidrios de la casa, que hace vibrar las lámparas y el suelo cada vez que se acerca. Luego la cuadrilla de basureros movilizándose en la oscuridad, y yo vigilando que se llevaran todo, que no dejaran ni un pequeño papel con olor a Max tirado en el frontis. Cuando vi por primera vez mis bolsas caer al camión y escuché ese sonido metálico engullendo mis desechos, supe que ya no había vuelta atrás. Lo que se llevaba el camión era irrecuperable.

Luego, ese silencio inquietante que queda después de un cataclismo y el tufo agrio de la basura instalado en la calle por un momento.

Ahí quedé yo, encerrada junto a mi hijo en ese silencio desastroso.

De eso hace mucho tiempo. Años. Ahora me acostumbré a vivir sola, a criar a un niño sin ayuda y a no botar nada porque todo lo que entra a esta casa es imprescindible. Aquí solo recojo la basura que se genera día a día para dejarla en mi frontis todos los lunes, miércoles y viernes a medianoche. Nada en esta casa se abandona, nada es intercambiable. Todo tiene su valor. Pero claro, no el mismo. Hay ciertas categorías. Primero están mi hijo, mi computador y mis libros. En ese mismo orden de prioridades. Bueno, también estoy yo y esta nueva conciencia dramática que tengo ahora. Lo único en limpio que saqué de todo esto.

No importa qué tipo de culebrón sea el que escriba: comedias románticas, policiales, dramones, historias de vampiros, dramas sociales, históricos, políticos, hasta ahora todos han coincidido en el mismo patrón. Un patrón que contiene y dirige la historia: Amor, Venganza, Muerte y Cabro Chico.

  1. V. M. C. CH.

Cada letra puede ser abordada de distintas maneras.

>Fragmento del libro de relatos “Mi novia preferida fue un bulldog francés”, de Legna Rodriguez Iglesias (Alfaguara, 2017). Agradecemos a la editorial las facilidades otorgadas para su publicación.