Por David Toscana

 

Libro primero de Olegaroy

El insomnio

 

1

Olegaroy comenzó aquella madrugada igual que de costumbre: revolviéndose en la cama. A ratos cerraba los ojos y a ratos los abría para intentar mirar el techo. Estaba seguro de que sus sábanas se gastaban más que las de otra gente, por eso un día escribió: «Las sábanas de un insomne se gastan más». La bajera solía rasgarse a la altura de los pies. Entonces la volteaba para que la almohada disimulara el desgarrón. «Es que tienes callos en los talones», le dijo su madre. ¿Pero ella qué sabía? Era una vieja que cada vez sabía menos.

Él también se estaba haciendo viejo. Quizás muy pronto. Pero ante el espejo estaba seguro de que representaba menor edad de la que tenía.

Estos detalles personales son superfluos, pero a los humanos comunes les gusta saber que la mujer de Sócrates era insufrible o que Kant tenía los hábitos de un reloj o que Heidegger apoyó a los nazis o que Nietzsche abrazó a un caballo, y poco esfuerzo hacen por comprender en qué consiste la mayéutica o el imperativo categórico o el Dasein o al menos por escribir Nietzsche correctamente.

Olegaroy bajó a la cocina. Se bebió lo que restaba de leche. Enjuagó la botella. Le metió un billete de a peso y la sacó al pórtico. A más tardar en dos horas pasaría el lechero.

Había acabado por detestar a quienes dormían cuando él se llenaba de espanto o fastidio o angustia o las tres cosas al mismo tiempo. No se daba oportunidad de pensar en empleados de hospitales ni en obreros de la fundidora ni en un ciclista que en ese momento estaba repartiendo periódicos con la noticia de una mujer asesinada de cuarenta cuchilladas. También detestaba que su madre despertara cuando él aún no había pegado los ojos y comenzara una conversación sobre los sueños mientras tomaba una taza de café. «Soñé que me perseguía un cerdo», le había dicho la vez anterior.

Olegaroy abrió la puerta. Se sentó en la escalinata. Pudo escuchar que se aproximaba el periodiquero en su bicicleta. Le asombraba el modo en que ese muchacho mantenía el equilibrio pese a la resma que apoyaba en el manubrio. Él no había aprendido a andar en bicicleta cuando niño. Una vez lo intentó. Se cayó. Se peló la rodilla.

El muchacho lanzó el periódico con regular puntería hacia la casa de enfrente. Olegaroy agradeció a los cielos. Fue allá a tomarlo.

El vecino había fallecido el día anterior. Un ataque de apoplejía o algo así y Olegaroy cruzaba los dedos porque hubiese renovado la suscripción justo el último día de su vida. Una suscripción anual.

El escritor David Toscana

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2

El insomnio le había venido una medianoche en la que se dio cuenta de que podía escuchar los latidos del corazón. Quién sabe si siempre había existido ese ligero retumbo y sólo entonces lo descubrió; o algo andaba mal con el corazón y se le había vuelto más sonoro.

El resto del cuerpo fue manifestándose noche a noche. Bastaba pensar en la espalda o en la planta del pie para sentir comezón en ese lugar. Pasar saliva dejó de ser un acto inconsciente. ¿La nariz estaba completamente libre? ¿Por qué silbaba? ¿Podía zafarse el hombro al acostarse de lado? ¿O asfixiarse si se quedaba dormido bocabajo? ¿Se le estaba formando una piedra en el riñón? Aunque no le picara la garganta, pensaba en ella y tenía que carraspear. ¿El corazón seguía latiendo? El cuerpo se convirtió en un artilugio que no descansaba a hora ninguna ni dejaba descansar a Olegaroy.

Éstos ya no son detalles superfluos en la vida de un filósofo, sino los primeros cuestionamientos sobre las vicisitudes de la propia existencia y que, debidamente meditados, conducen a preguntarse qué sentido tiene venir al mundo o por qué hay algo en vez de nada o si de veras el hombre goza de libre albedrío.

Ahora Olegaroy tenía en sus manos el periódico con la crónica del asesinato de una mujer de veintitrés años, tez blanca, complexión media y cabello oscuro llamada Antonia Crespo.

Regresó al salón y comenzó a leer la famosa edición del 8 de abril de 1949, cuyos pocos ejemplares supervivientes se disputan hoy los coleccionistas. La nota en la página siete bajo el título de «Macabro homicidio» quedaría para más tarde, pues Olegaroy se entretuvo con las noticias de la primera plana que hablaban de una comisión que decidiría el futuro de Alemania, de una revuelta conjurada en Grecia, del cierre de la frontera entre México y Guatemala. Los karenses se habían alzado en Burma.

Olegaroy leía con ganas de interesarse. Por algo el diario les había dado prominencia a esas noticias; pero le resultaban incomprensibles por ser meros fragmentos de sucesos más complejos. Un encabezado decía: «Revisará la ONU el caso del cardenal Mindszenty». Aunque se puso a leer las primeras líneas en las que se mencionaba que el hombre estaba preso por alta traición a Hungría, Olegaroy no sabía quién era el tal Mindszenty ni por qué Rusia y Polonia se oponían a que se revisara su juicio ni qué tenía que opinar otra parte del mundo acerca de su suerte. Sobre la insurrección de los karenses en Burma no quiso pensar, pues ni siquiera sabía que existiera un país con ese nombre. En la rebelión griega, la gente se apellidaba Spiridopoulos y Constantinides; en la de Burma eran Nu y Win.

Se quedó dormido en el sofá con el periódico encima, igual que un borracho en banca de plaza. No se dio cuenta de la salida del sol ni escuchó el andar empantuflado de la madre cuando se dirigía a la cocina para prepararse el desayuno.

No podía tener idea de que otra madre, la de Antonia Crespo, se hallaba en el anfiteatro del Hospital Universitario llenando papeles, firmando sobre la línea punteada, para que le entregaran el cuerpo refrigerado de esa mujer que para ella fue siempre una niña.

3

Olegaroy despertó con la campana del camión de la basura. Él podría dormir las ocho horas de los justos si la ciudad no se confabulara para castigar al que no respetara los horarios. Gritó el ropavejero, tronaron los escapes de los autos, un vehículo con altoparlantes avisó que era el último día del remate de muebles. Justo en la acera de enfrente se detuvieron dos sirvientas a platicar. No tardarían en pasar el taquero, el vendedor de escobas, el saxofonista.

Subió con el periódico a su recámara y, en un momento equiparable al tolle lege de San Agustín, ahora sí leyó la noticia sobre Antonia Crespo. La redacción le pareció decorosa, pues no mencionaba si habían hallado vestida o desnuda a la muerta; en cambio sí aclaraba que el homicidio se dio en la cama y refería un colchón bañado en sangre. Antes que el propio crimen, a Olegaroy le impactaron las declaraciones del inspector de la policía: «Un ladrón nunca pasa de treinta cuchilladas. Cuarenta las da un enamorado». El forense calculó que el crimen había ocurrido entre la una y las cuatro de la mañana, no de esta noche que acababa de terminar, sino de la anterior. De algún modo era una noticia vieja, pues el chisme ya habría corrido por la ciudad.

Olegaroy pensó en el hombre enamorado. En la hora del asesinato. Para él, fue un descubrimiento el que hubiese gente amándose y matándose en el horario de los insomnes. «No estoy solo», se dijo.

No tomó el número cuarenta como una idea abstracta, sino que recreó en su mente lo que sería dar tal cantidad de cuchilladas, una por una, a esa mujer que al principio lucharía por su vida, y luego las recibiría sin protestar. Supuso que las veinte primeras serían entre forcejeos; la otra mitad, en paz. Olegaroy decidió que la mujer tenía que estar desnuda. En su primer repaso, Antonia Crespo recibió las cuarenta heridas alrededor del vientre. Luego fue refinando la escena, hasta que las cuchilladas quedaron bien distribuidas: veinte al frente y veinte de espaldas sin herir nunca el rostro. Otra gente cuenta ovejas.

Olegaroy se quedó dormido.

Foto: Márcio

Foto: Márcio

4

El que hubiese personas despiertas cuando él no podía dormir era una obviedad. Mas ésa no era razón para que Olegaroy pensara en ello. Nunca había pensado en incontables obviedades. Por ejemplo: que ni su madre ni su abuela ni su bisabuela ni su tatarabuela habían sido estériles. Que ya habían muerto todos los fieles que besaron la mano del papa Gregorio XVI. Que en un orden alfabético, Espronceda viene después de Damián o que varias personas nacieron el 4 de enero de 1017. Nadie, hasta el día de hoy, había pensado en la obviedad de que Olegaroy al revés es Yoragelo, y que el orden de los factores altera el sonido de dos de estas letras. Por eso para Olegaroy fue una revelación el asesinato de Antonia Crespo. Se trataba de al menos dos personas despiertas en la madrugada. Y al combinar el hecho con el postulado de que los enamorados acuchillan más que los ladrones, amasó tanta satisfacción como si su cerebro acabase de inventar el solenoide.

Por la tarde se sentó a la mesa con su madre. Merendaron un plátano con crema. Olegaroy le dijo:

—Estoy para grandes cosas.

5

Esa noche se metió vestido en la cama. Incluso con zapatos. Esperó a que la madre apagara la luz de su habitación. Antes de diez minutos Olegaroy escuchó el silbido de la mujer dormida.

Salió a la calle. Caminó la línea recta que le mandaba la banqueta y sólo donde una farola parpadeante indicó el cruce con la calle Matamoros, torció a la izquierda.

Pensó en gritar para despertar al montón de infelices que soñaban con aventuras desquiciadas o cuerpos etéreos o amores del pasado. Que corrían sin avanzar. Negó con la cabeza. No los iba a invitar a ese universo recién revelado en el que acaso las únicas personas despiertas serían hombres que acuchillan. Si se mantenía alerta, era posible que por ahí distinguiera al asesino de Antonia Crespo.

Luego de media hora, decidió volver a casa porque le dolían los pies.

—Tú no sabes lo que hice anoche —dijo a su madre cuando había amanecido.

—¿Quieres café?

—Mientras los cobardes duermen hay otros que nos jugamos la vida.

Fue por el periódico recién llegado. Esta vez se saltó la inútil primera plana. Antes de abrir las páginas violentas se detuvo en un anuncio. «Magnífico colchón con ciento cincuentaicuatro resortes de acero templados en aceite, acabado americano sin cordón, cajón acolchado, agarraderas de seda, cuatro ventillas de plástico, treintainueve bastas de cada lado amarradas con botones tipo ancla y a un precio de ciento veintinueve pesos.»

—¿Me lo compras? —señaló el anuncio a la madre.

Ella resopló.

No había pistas sobre el asesino de Antonia Crespo. La única novedad era que el médico legista había elevado el número de cuchilladas. Habían sido cincuentaidós.

—Más amor —dijo Olegaroy.

En la página ocho, una esquela anunciaba que el martes había dejado de existir la señorita Antonia Margarita Crespo Saldívar de veintitrés años, que siempre había vivido en el seno de la Santa Iglesia Católica, Apostólica y Romana. Con profundo dolor lo participaban su madre, sus hermanos, hermanas, cuñados y demás familiares. El duelo se recibiría en la sala de velación de Capillas del Carmen, de donde a eso de las quince horas habría de partir el cortejo fúnebre rumbo al panteón. Descanse en paz.

Olegaroy intentaría dormir dos o tres horas. Las Capillas del Carmen no estaban lejos.

>Fragmento de la novela Olegaroy, de David Toscana (Alfaguara, 2017). Agradecemos a la editorial las facilidades otorgadas para su publicación.