Karina Castro González

Llegué a la Ciudad de México el año en que se vino abajo. Mi contrato decía que iba a trabajar en el Centro Médico Nacional, pero por un error burocrático (al que le debo estar viva), terminé en el Hospital de la Raza. Desde el principio, me asignaron al piso de pacientes terminales. Me acostumbré a estar en contacto con la muerte, a relacionarme con gente a quien vería morir en unas semanas o a veces días. Recuerdo que, sin embargo, el día del temblor empujé camilla tras camilla hasta la zona de seguridad, cerca del mural, arriesgando mi propia vida para salvar la de los desahuciados. La verdad es que les tomé cariño. Me gusta pensar que toqué sus vidas (en el fondo sé que no), como ellos tocaron la mía.

Recuerdo que parecía una noche como cualquier otra. Acababa de recibir el turno cuando mi compañera, que se retiraba, me dijo que había muerto el paciente de la cama 510 y que me había dejado un libro. Lo tienen en Trabajo Social, me dijo. Seguí con mi ronda y, a la hora del descanso, fui a recoger el regalo del muerto, aquel señor que nunca me contó su historia. No porque estuviera inconsciente o impedido para hablar (como otros), sino porque simplemente no hablaba.

El libro se llamaba Memorias de un fumador y el autor era él. Sentí que lo escribió para mí. Me sentía cómplice de aquel hombre que sólo miraba y escuchaba, y cuyos ojos, cómo decirlo, me decían algo que yo no comprendía. Durante horas leí con avidez su historia. Me enseñó que todos tenemos algo que contar.

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La mujer con cáncer de mama era una lesbiana reprimida. Ahora se arrepentía de haberse casado y tenido hijos. Nunca se sintió madre. Si Guanajuato es una ciudad conservadora, imagínese en aquella época, me dijo dos días antes de morir.

Recuerdo al joven accidentado. Aunque estaba muy grave, duró varios días. Se negaba a aceptar la muerte (a diferencia de varios viejos que la recibían gustosos): su hijo, próximo a nacer crecería sin padre.

Tampoco olvidé al borracho que no se arrepentía de nada. Era uno de esos casos raros que salen (vivos) del quinto piso. Cirrosis hemorrágica. Don Chucho, ¿qué hace usted aquí otra vez?, le pregunté cuando lo trajeron de nuevo. Pues lo de siempre, señorita; aquí, burlando a la muerte, usted sabe, me dijo con una sonrisa. No le respondí nada, pero en realidad sí sabía: yo había hecho lo mismo.

Don Chucho vivía en un pueblo de Veracruz. Sus hijas lo habían traído a la ciudad para que se atendiera en un buen hospital, pero él, una vez dado de alta, volvió a beber. ¿Sabe qué es lo único que lamento?, dijo en su última tarde. Haberme casado, porque si hubiera sido libre, me hubiera divertido más y hubiera disfrutado más la vida. A fin de cuentas, eso es lo que uno se lleva. Después me dijo con ese orgullo de los alcohólicos que si salía, lo volvería a hacer.

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Entre el llanto y los gritos de médicos, enfermeras y todos los reunidos cerca del mural de Diego Rivera, decidí que contaría lo que mis pacientes me confiaron. Mientras el hospital se mecía, pensé que las historias nunca terminan, aunque los libros se acaben, aunque la muerte no nos permita contarlas. Y también pensé (fue un pensamiento audaz) que tal vez por eso burlé a la muerte, porque yo debía contar las historias de sus víctimas. Y he contado sus historias. El relato se llama Memorias del quinto piso, pero también podría llamarse La voz de los muertos o tal vez In memoriam.

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