Madrid.-La crisis del proceso soberanista catalán es, una vez acabada la tragedia de ETA, el mayor problema que tiene planteado de lejos España o, mejor dicho, el Estado de las autonomías surgido de la transición tras la dictadura franquista. Con una particularidad curiosa; los dos principales contendientes, los grupos a los que cabría llamar “independentista” y “unionista”, reclaman el respeto a la democracia y el uso del diálogo cómo fórmulas para resolver el conflicto.

Ni que decir tiene que, aun coincidiendo en los términos, la postura de unos y otros queda muy alejada respecto a su contenido. Democracia es, para los independentistas, el conceder a Cataluña el derecho a votar en referéndum su escisión. Para los unionistas, por el contrario, no hay democracia posible fuera de las leyes. Esas dos formas contrapuestas de entender los usos democráticos se enfrentan por completo cuando los independentistas defienden la tesis de una legitimidad democrática del derecho al voto frente a la legalidad formal que lo impide, salvo en los términos que establece la Constitución española.

Ante tal interpretación cabe sostener una verdad incuestionable: en una democracia no existe legitimidad alguna al margen de la legalidad. Pero incluso esa postura, tan evidente, sería defendible desde el grupo independentista invocando la ley de secesión aprobada hace poco por el Parlament catalán. Con lo que el conflicto se traslada a la diferente consideración de la legalidad de dicha ley una vez suspendida cautelarmente por el Tribunal Constitucional de España.

cartas desde Europa

Como es obvio que ni la democracia ni la ley son instrumentos en cuyo uso coincidan los dos grupos enfrentados, ¿cómo se resuelve el problema? Hay una forma ya ensayada en tiempos de la Segunda República Española: la declaración unilateral de independencia utilizada entonces por la Generalitat, y que se sabe cómo acabó, con la intervención de las armas. Debe ser con ese antecedente en la memoria que ambos grupos reclaman ahora diálogo. Pero de nuevo el significado de la palabra difiere.

Poco diálogo puede haber si una parte pone como condición esencial que el referéndum se realice, y el otro que se desconvoque. ¿Qué diálogo, salvo el de besugos, puede darse en esas circunstancias?

Parece claro que ninguno de los dos grupos cederá antes del 1º de octubre, con lo que habrá entonces un referéndum cojo por falta de garantías, sospechoso incluso para algunos de los catalanes partidarios de ir a votar. Cada grupo interpretará los resultados de forma diametralmente opuesta. Y entraremos entonces en el verdadero núcleo del problema, que es el de lo que sucederá a partir del 2 de octubre.

Por más que la ley ampare al presidente Rajoy, será necesario que tome el toro por los cuernos y plantee un diálogo serio no sobre el referéndum, que será ya agua pasada, sino sobre el papel futuro de Cataluña tanto en el seno del Estado como fuera de él. Pero para que se pueda dar ese diálogo sería preciso que la otra palabra clave, la de democracia, se imponga del todo. Que no vaya a más la violencia.

Que quede al menos un puente, por débil que sea, entre las dos orillas de este río desbordado. Y desde luego que ni la tergiversación de lo que está sucediendo ni las algaradas callejeras contribuirán en lo más mínimo a que ese clavo ardiendo nos sujete a los españoles.