Por Miguel Ángel Granados Chapa*

 

1. Se cayó el edificio propiedad de Siempre! en la esquina de avenida Chapultepec y Dinamarca. Allí debiera trabajar la redacción de nuestra revista si la añoranza no fuera más poderosa: hace años que don José Pagés Llergo resolvió que no abandonaría la casona de Vallarta, achicada cada vez más, primero por la vecindad del hotel de muchos pisos que la flanquea, y sobre todo por el bunker que a muy pocos metros hizo construir don Fidel Velázquez para la Confederación de Trabajadores de México.

En este trance amargo para nuestro semanario (pues obviamente lo es aunque no funcionen allí las oficinas ) cabe recordar uno de los muchos rasgos de generosidad que don José Pagés Llergo ha practicado a lo largo de su vida, y que tuvo por escenario precisamente el edificio caído en el temblor del 19 de septiembre.

Allí se inició la gestación de Proceso, la publicación dirigida por don Julio Scherer García, desde su fundación en noviembre de 1976. Poco después de la salida, de Excélsior, del enorme grupo encabezado por don Julio, éste visitó a Pagés Llergo para notificarle sus planes. El principal de ellos era publicar un semanario de información y de análisis. La penuria del grupo comenzaba a aliviarse mediante la venta de acciones, abierta el 21 de julio, apenas dos semanas después de la expulsión física del grupo, de su sede laboral. Pero no había donde asentarse a diseñar la  nueva publicación. Don José, sin detenerse un minuto a pensar si el semanario en ciernes constituiría o no un factor de competencia comercial en contra suya, cedió en préstamo el penthouse del edificio ahora en ruinas para que allí, como se hizo, trabajara el equipo de Scherer.

2. Manuel Altamira Peláez, de 37 años de edad, murió en el derrumbe del edificio donde vivía, en la esquina de Liverpool y Bruselas. Hace menos de un año que había encontrado alojamiento allí, con una familia amiga. Manuel preparaba ya el traslado de su propia familia—su esposa, Margarita, y sus tres pequeños hijos— desde Monterrey hasta esta capital.

Después de una carrera periodística realizada sobre todo en provincia, Altamira se había asentado en la Ciudad de México. En septiembre del año pasado solicitó y obtuvo una plaza de reportero en La Jornada. No extrañó, a quienes lo conocían, el fructuoso empeño que Manuel puso en el desarrollo de las tareas que se le encomendaron. El mismo consideraba esa labor como la primera después de su resurrección. Aunque había realizado desde 1980 otras, éstas no le llenaban el alma, puesto que no se relacionaban con su oficio de reportero.

Y es que entre octubre de 1979 y el mismo mes de 1980, Manuel estuvo sin trabajar, como consecuencia de una golpiza brutal que una partida de bandoleros le propinó en Monterrey, en uno de cuyos diarios trabajaba Altamira. El autor intelectual fue un abogado que utilizaba para sus litigios instrumentos de tanto valor ético como lo golpiza misma que ordenó asestar al reportero, molesto por la información que éste publicaba.

Cuando al fin retomó su camino, el año pasado, Manuel se encontró a sí mismo también. Sus nuevos compañeros le cobraron afecto, al mismo tiempo que él se ganaba su respeto mediante el trabajo tesonero que se fue plasmando en las paginas del diario, de cuyo festejo de primer aniversario volvió quizá una hora antes de que el temblor destruyera la casa donde vivía.

3. Otro periodista, en cambio, se salvó de morir. Nos ha pedido que guardemos su nombre, por mínima discreción. Pero no resistimos la tentación de narrar el extraordinario episodio por virtud del cual no estaba ya en el edificio donde radicó los últimos cuatro años y que fue aplastado, como caja de cartón al empuje de una mano pesada, en el terremoto del jueves 19.

Ocurre que al finalizar el primer año del arrendamiento respectivo, el inquilino entendió que la vigencia del contrato se prolongaba, como lo estipula la ley y puesto que el arrendador continuó extendiendo recibos por diez mil pesos, que era el monto de la recta pactada.  Al concluir el segundo año, el administrador del inmueble llamó al inquilino para demandarle la firma de un nuevo contrato, pero con un doble incremento. Puesto que, según razonó, el inquilino había sido omiso al no solicitar él la renovación del contrato en el primer año, debía aceptar dos incrementos de de cincuenta por ciento y además cubrir de inmediato el importe del aumento no pagado durante el segundo año. La exigencia era inadmisible. No por su volumen: a finales de 1983 ya sesenta mil pesos no era una cantidad descomunal. Pero se trataba de una cuestión de principios. De manera que el inquilino decidió litigar la cuestión, a sabiendas, naturalmente de que perdería el juicio correspondiente. Su intención era, simplemente, permanecer en el departamento mientras se prolongara el juicio, depositando mientras tanto, religiosamente, el importe de la renta originalmente convenida. El juicio concluyó en su segunda instancia al comenzar septiembre y antes de que la sentencia fuera efectuada mediante una escandalosa y molesta operación de desahucio, el inquilino se marchó. Si el juicio se hubiera prolongado dos semanas más, habría permanecido en su domicilio y, quizá a esta hora estaría muerto, como parte del inmenso número de victimas de aquel jueves negro.

4. Estas notas personales, aunque no intimas, son un modo de aproximación al gran fenómeno colectivo que nos ha conmovido, empañicado, enternecido, apesadumbrado, desde la mañana del jueves en que la Ciudad de México, y otros puntos de la nación, sufrieron el que aquí es el mayor percance de su historia.

No es que esas historias importen porque tengan relación con quien las escribe, o porque hablen de personas a quien conoce el autor de estas líneas . Es que a través de ellas es posible dar concreción al gran drama de la ciudad, el que nos afecta y entristece a todos, a quienes nacieron aquí y a quienes la abrazamos después para no dejar nunca de profesarle, como Efraín Huerta, nuestras cotidianas declaraciones de amor y odio.

Aunque hay comarcas dentro de la enorme mancha urbana que no conocieron más que las remezones de la mañana del jueves y de la noche del viernes, casi no puede darse un paso en la ciudad sin tener enfrente una señal de la grave destrucción a que estuvo sujeta, como en un minucioso y preciso bombardeo, la capital de nuestra República. Especialmente en colonias como la Morelos, la Veinte de Noviembre, la Roma, la Juárez, en Tlatelolco y en el centro, o en las colonias Tránsito, Álamos, Postal, edificios enteros se vinieron abajo, causando miles de muertos. La secuela, que vimos como si hubiese durado una eternidad y que apenas hoy cumple una semana, ha dejado también una estela de miedo, de daño, de derruimiento.

A todo ello se sobrepondrá la nación. Ha dado ya muestra de su vitalidad. El dolor ha sido inmenso, tanto como el pavor que provoca la fuerza incontrolable de la naturaleza. Pero la vida es más poderosa y una vez más vencerá a su gran enemiga.

*Texto publicado el 2 de octubre de 1985, número 1684.