Nada nos dice y mueve más que lo concreto y lo particular. Por eso, dedicaré este espacio a narrar algunas historias de personas que padecen los estragos del terremoto. No es sólo la pérdida de sus hogares, sino también de sus medios de subsistencia y de sus seres queridos. Estas historias me fueron narradas de primera mano, por eso solo hablo de Juchitán, aunque pienso en toda la zona afectada de Oaxaca y Chiapas.

En Juchitán, la Sra. Érsita hacía y vendía totopos (una especie de tostada grande de maíz con agujeritos que se usa en lugar de la tortilla). La confección se hace en un comescal. Es una olla sin fondo que se entierra sobre brasas y en cuyo interior las tortillas se pegan hasta la cocción. La casa se cayó, sólo quedó “parado” el retrete (que por lo general se encuentra en los patios). Ahora vive debajo de un árbol. Dice que por lo menos tiene a donde ir a hacer sus necesidades. Aún no hay quien le haga otro comescal.

Bety es una mujer de 65 años que enviudó hace uno. Su solo medio de subsistencia era una parte de la renta de un local de su suegro. El edificio en el que habitaba, a pesar de ser de concreto, construido para ser hospital, sufrió severos daños. Tras un censo hecho por el gobierno, en el que participaron meros estudiantes, y en el que muchas veces no se verificó el interior, se decidió demoler gran número de construcciones. Los locales del suegro de Bety, también serán derribados. Por el momento, vive en casa de una hermana, pero se ha quedado sin entradas ni techo.

La señorita Ofelia, de más de sesenta años, vivía con su padre en la Colonia Arboledas de la Ciudad de México. Originarios de Juchitán, pusieron un pequeño hotel ahí y regresaron juntos al pueblo. Ambos fallecieron durante el temblor. La casa y el hotelito serán derribados. El cuerpo de Ofelia se llevó a CDMX para su sepelio porque su madre y hermanos la querían ver. Fue velada el sábado 10.

Paco cuida a su anciana madre de noventa y cinco años quien, por su edad, ya está prácticamente ausente de este mundo. Viven entre Juchitán y la casa de una hermana en Oaxaca. La noche del 7 de septiembre estaban en el Istmo. La casa familiar sufrió la caída del tercer piso. No pudieron entrar ni recuperar nada. El gobierno ya está derrumbándola. Ellos se mantenían con la renta de los locales de la planta baja. Hoy, Paco, medio duerme bajo un tejado en casa de su hermana, pues teme por su vida y la de la madre, quien durante el terremoto ya se le cayó al suelo cuando trataba de sacarla de la casa.

Son solo algunas historias de tantos damnificados. La gran solidaridad de la sociedad y de las familias ha ayudado a aliviar por el momento su situación. Mucha gente no deja sus pueblos, aunque pueda alojarse en algún lugar fuera de la zona, para poder prestar socorro llevando comida y agua a poblados a los que no llega ningún tipo de ayuda. Sin embargo, la situación es crítica ya que el acceso por tierra, incluso a Juchitán, por no hablar de las rancherías, es largo y sinuoso ya sea por la carretera Transistmica, por la panamericana o por la de Guerrero (que acaba de ser destruida por el huracán Max). A pesar de este apoyo familiar y social en nuestro México tradicional, que muchos quisieran erradicar, sigue siendo necesaria nuestra solidaridad, así como la exigencia de que el gobierno ponga aviones militares de carga a disposición del traslado de víveres y enseres, y la construcción de habitaciones temporales.

Además, opino que se respeten los Acuerdos de San Andrés, que se investigue Ayotzinapa, que trabajemos por un nuevo Constituyente, que recuperemos la autonomía alimentaria, que revisemos a fondo los sueños prometeicos del TLC.