A los que sufren y lloran, a los que ayudan de formas diversas en cualquier lugar.

¿Cómo decir algo sobre los terremotos de septiembre en tan corto espacio? La magnitud de los daños y la extensión territorial afectada son muy grandes. Cada vez se sabe de más poblados quebrantados, de más colonias perjudicadas en Chiapas, Oaxaca, Morelos, Puebla, Guerrero, Tlaxcala, CDMX; de más damnificados, conocidos y desconocidos.

Quisiera poder hacer un relato que dé sentido a lo que sucede, pero es imposible porque a la extensión y profundidad del siniestro se suman otros factores, y porque mucho está en movimiento: los rescates se prosiguen a trompicones; los sismos y réplicas continúan (sobre todo en el Istmo); el uso político (Graco robando la ayuda de los ciudadanos con apoyo policial para llevarla al DIF) y mediático se han hecho manifiestos y no auguran nada bueno (el binomio Televisa y Armada con su show); la información y desinformación en los medios y en las redes sociales; las tramas de corrupción de los edificios “renovados”, la pérdida del suelo arable en el campo. La ayuda parece excesiva y luego parece escasa (me dicen que en el Istmo ya es difícil comprar víveres). El ánimo se mantiene alto por las generosas historias de los voluntarios civiles tanto en el rescate como en la movilización de centros de acopio, aportaciones, cocina, distribución; sin olvidar la entrega desinteresada de los gremios: arquitectos, ingenieros, médicos, psicoterapeutas, abogados. Esto se mueve, va para largo y, desafortunadamente, empata con la carrera del 2018.

Si pensáramos como los hebreos del Antiguo Testamento, preguntaríamos: “Señor, ¿qué hemos hecho para merecer esto?”. Tendríamos un profeta que nos advertiría que nos hemos alejado del camino de la justicia divina, y que es indispensable movernos para regresar a él. Dejando de lado, aunque no excluyendo, el contenido religioso de esta actitud, quisiera recuperar la necesidad que, tras la urgencia de la respuesta, impone este desastre natural: ¿Cómo estamos viviendo? ¿Qué quiere realmente nuestro corazón profundo o qué dice nuestro deseo más radical? ¿Cómo leemos nuestra realidad a la luz de la precariedad que la fuerza natural nos devela? ¿Qué cambios queremos hacer para vivir de manera más hondamente feliz?

Recuerdo que a raíz del terremoto del ochenta y cinco, mucha gente de CDMX cambió de forma de vida e incluso de ciudad. Redimensionó lo que era importante y valioso: la familia, el gozo, el descanso, la fiesta, la naturaleza, contra la sobrevaloración del individuo, el trabajo forzado, la eficacia, el consumismo. Es decir, de manera simplista: se optó por ser más que por tener.

Nuestra vida sobre la Tierra es efímera, la enfermedad, la vejez y la muerte nos lo recuerdan, pero también estos grandes desastres que, a pesar de toda nuestra tecnología, nos muestran nuestra pequeñez y finitud. Dos reacciones son posibles ante ello: por temor, incrementar nuestros sistemas de seguridad (lo que debería llevar también a modificar nuestro impacto sobre la naturaleza cambiando nuestros hábitos dispendiosos de consumo) o por, estupefacción ante aquello que manifiesta a “lo terrible y fascinante” (R. Otho), entrar en nosotros mismos para buscar lo que nos dice nuestra “vocecita interior”, como la llamaba Gandhi, y seguir una verdad que no habíamos podido ver. La tierra se mueve y nos invita a movernos de nuestras certezas.

Además, opino que se respeten los Acuerdos de San Andrés, que se investigue Ayotzinapa, que trabajemos por un nuevo Constituyente, que recuperemos la autonomía alimentaria, que revisemos a fondo los sueños prometeicos del TLC y que evitemos la politización del terremoto.