“Uno de los grandes poetas de México” le llamó Xavier Villaurrutia, que fue un gran poeta, al fotógrafo Manuel Álvarez Bravo.
Para los que piensan que la poseía solo puede expresarse por medio de la palabra debe parecerles herejía o pose lo que con tanto atrevimiento y comprensión de una de las modernas artes dijo el autor de los Nocturnos.
Pero la poesía que vive en el hombre y late en los más sutiles temblores de la naturaleza, tanto puede expresarse, recreada por el hombre, en las inflexiones del verbo, como en las armonías cromáticas de una pintura. Y esto lo sabía muy bien aquel poeta y pintor chino de quien se dijo que cada uno de sus cuadros era un poema, y que cada uno de sus poemas era un cuadro.
Manuel, en efecto, es un poeta de los más finos y profundos de México. Utiliza, para expresarse, las formas que existen, independientemente del hombre, en la naturaleza: los muros, sobre cuya pátina ha escrito el Tiempo su vieja historia; las piedras de los cerros que el viento y la lluvia convierten en raras esculturas; las olas con las cuales dice el mar su inacabada canción. Pero Manuel las utiliza para hacerlas hablar a su modo. Las utiliza para decir lo que él quiere decir.

Y del mismo modo que el poeta con palabras que representan conceptos ya establecidos forja imágenes, crea fantasías y siembra sueños, Manuel Álvarez transforma los objetos, los seres y los elementos de la naturaleza en “versos” de sus poemas, en frases de sus parábolas y en melodías de baladas.
Mirad con atención cada una de sus fotografías. En apariencia sólo están en ellas los objetos que su cámara captó: la calle desierta de San Rafael, el tronco de árbol que naufragó en las arenas de la costa; las olas que van y vienen en el constante ajetreo del mar. Pero, transformadas por la magia de su sensibilidad y de su fuerza creadora, las calles desiertas se pueblan con extraños, vaporosos fantasmas; los troncos arrojados a la playa parecen contar las peripecias de su triste odisea, y el mar ya no es más que una sinfonía apenas balbucida por Debussy.
Todo lo transforma Manuel en un su crisol de artista y de poeta: la ladrillera, que vemos aquí con las chimeneas de los hornos y su abstracta arquitectura de ladrillos; se vuelve una acrópolis precortesiana: tal vez Teotihuacán con pirámides; quizá Uxmal con el rigor geométrico de su Cuadrángulo de Monjas.

Y hasta su hijita, tomada como pretexto de un bellísimo ensayo de color, se convierte, por el afán que domina a Manuel de transformar, modificar, recrear, en una de esas prodigiosas cabecitas de mujer sonriente que constituye el misterio de la Mixtequilla, de Remojadas, de Misantla.
Poeta, que se expresa por medio de metáforas sutiles y músico que voluntariamente compone sus canciones en la escala limitada de los grises, Manuel es a la vez un filósofo que dice sentencias muy hondas acerca del mundo que nos rodea. Pero
Manuel, que no es orador ni demagogo, las dice en voz baja, como para que sólo las entiendan los que francamente quieren penetrar en el secreto de las cosas.
Desde hace doce años que Manuel no exponía su obra en México. Vuelve a hacerlo hoy en el Salón de la Plástica Mexicana del INBA. Los verdaderos amantes del arte, deben verla porque encontraran en ella un alimento espiritual, una ternura humana, y una delicadeza poética, que la misma pintura sólo en contadas ocasiones ofrece.


