Emilio Lozoya se ha convertido, en unas cuantas semanas, en un hombre poderoso.

De ser un defenestrado como titular de Pemex y de estar señalado por recibir sobornos de la empresa Odebrecht, hoy es el pivote que está marcando la ruta de la crisis política provocada por uno de los más escandalosos casos de corrupción.

Ese poder se lo da el haber fungido, tal vez, como un mero puente, y el contar, por ello, con toda la información: nombres, fechas, cantidades y el verdadero destino de los depósitos.

Recordemos la frase recurrente de Javier Coello, abogado defensor del exdirector de Pemex: “nadie le puede probar que haya recibido dinero”; en tal caso, habría que ver quién cobró los cheques o a nombre de quién están las cuentas en que se hicieron los depósitos.

La condición de Lozoya para no dar a conocer lo que sabe —arma que utiliza para no convertirse, como sus adversarios pretendían, en chivo expiatorio— radica en que lo dejen fuera de la investigación.

El “condicionante Lozoya” explica el nerviosismo, la torpeza, el error político de haber destituido, como se destituyó, al titular de la Fepade. Y eso explica también el intento de imponer el voto secreto en la Cámara de Senadores no solo para evitar que Santiago Nieto regresara al cargo, sino, lo más importante: para tener el control completo de la investigación.

No es, entonces, el fiscal electoral el que partió en dos al Senado y provocó una de las peores crisis políticas de los últimos tiempos, sino el “condicionante Lozoya”.

Detrás del “condicionante Lozoya” se encuentra —como lo definió Raúl Cervantes en su renuncia como procurador general de la república— “uno de los mayores esquemas de corrupción internacional que en América Latina y en México se haya visto”.

El oscuro y mal manejo del caso Odebrecht, y no las declaraciones —verdaderas o falsas— del fiscal Nieto a la prensa, es lo que está llevando al gobierno mexicano y al PRI a una espiral sin salida.

Pase lo que pase, sea o no restituido el fiscal, las múltiples maniobras que una clase política atrapada en los años sesenta tejió en y desde el Senado para impedir que se conozca la verdad sobre Odebrecht tendrá un efecto expansivo imparable en las votaciones de 2018.

Dijo, muy ufano, el encargado de despacho de la PGR, Alberto Elías Beltrán, que la decisión para despedir al funcionario, acusado de violar el código de conducta de la dependencia, fue estrictamente técnica y no política.

Pues ahí estuvo, precisamente, el primer error. La miopía le impidió ver que la medida podía convertirse en una vorágine que se llevó, por cierto, la buena imagen que logró construir el gobierno después de los sismos.

Estamos ante la presencia de un acto de inmolación. Varios han apretado el gatillo y en la sien del sexenio.

Una pregunta, sin embargo, queda sin responder: ¿en beneficio de quién? ¿Nos lo podrá decir Emilio Lozoya?