Todas la civilizaciones se acercan a la muerte de manera particular. Algunas la ven no como el fin de la vida sino como el tránsito a otra fase o dimensión.  Esto en especial en civilizaciones asiáticas u orientales, donde la muerte no se ve ni con temor ni con dolor.

No es el caso de Occidente y la cultura judeo-cristiana, donde la muerte es vista con temor porque es el premio o el castigo a una vida. Aquí no hay tránsito a una nueva fase o dimensión sino —literalmente— el cielo o el infierno.

Por efectos de la Conquista española, las antiguas civilizaciones precolombinas se adaptaron —las más de las veces a sangre y fuego— al catolicismo, pero conservaron algunos elementos de sus añejas costumbres, como la forma singular de concebir la muerte, que no veían con temor y que en cambio la honraban.

En el inmenso territorio de Mesoamérica, la centenaria cultura mexica se significó por la forma como vivía el fenómeno de la muerte que se valía de ella para prolongar la vida, pero las tres centurias novohispanas cambiaron sustancialmente esa práctica, y los mexicanos de hoy viven la muerte con temor.

Sin embargo, aún subsiste algo de esa añosa práctica indígena… con las calaveritas, las fiestas paganas en los panteones, la Catrina.

Los mexicanos en su convivencia festiva con la muerte alejan su temor a la calaca y por ello la llevan a su mesa a comer y beber; la quieren mantener alegre y alejarla lo más posible.

En la imagen, dos jóvenes en la Ciudad de México con el rostro pintado de la Catrina.

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