Si bien es cierto que los sismos son impredecibles, las ciencias de la complejidad han demostrado que la respuesta oficial ante esas calamidades es perfectamente anticipable. Ello no ha ocurrido así debido a un desdén, a una imperdonable minimización de la importancia y trascendencia que reviste la prevención de desastres de esta magnitud.

Desde 2014 la Auditoría Superior de la Federación hizo notar que esa responsabilidad pública no estaba siendo atendida en plenitud ya que: I) el atlas nacional de riesgos no contaba con información confiable y oportuna, II) los recursos destinados a ese rubro eran claramente insuficientes, en concreto, el Sistema del Centro de Instrumentación y Registro Sísmico disponía de una partida de apenas 30 millones de pesos al año, III) los manuales aplicables a la materia eran obsoletos desde el punto de vista normativo y no permitían una gestión integral y eficiente de los riesgos catastróficos.

Según datos difundidos a través de distintos medios, en el Presupuesto de Egresos de la Federación 2017 se acogieron decisiones que elevaron el grado de exposición al riesgo sísmico: I) la dotación económica para proyectos de prevención de desastres sufrió un recorte de 25 por ciento, equivalente a casi dos mil millones de pesos, II) el presupuesto para el fideicomiso Fondo de Desastres Naturales, Fonden, fue disminuido en 25 por ciento, III) la asignación destinada al Fondo para la Prevención de Desastres, Fopreden, fue reducida a la mitad.

Esa cadena de decisiones negligentes y desacertadas es lo que está detrás de la reacción absolutamente disfuncional, esclerotizada e improvisada del gobierno frente a los devastadores acontecimientos del pasado 19 de septiembre. Todo pareció estar apegado al libreto de una obra de teatro del absurdo cuyo clímax tuvo lugar cuando un alto funcionario apeló a la benevolencia ciudadana y solicitó la donación de medicinas, cubre bocas, víveres, cascos, palas, picos, guantes de carnaza y otros recursos materiales propicios para atender la emergencia.

La incapacidad gubernamental para anticiparse a las consecuencias del cataclismo fue más que patente y significó la abdicación de la responsabilidad básica que tiene todo gobierno de proteger a las personas y sus bienes. Además de una inequívoca fuente de responsabilidades de servidores públicos, esa  gravísima irregularidad acarreó la violación del deber de promover, tutelar, respetar y garantizar, entre otros, los derechos humanos a la vida, la integridad, la seguridad, la vida digna y la vivienda.

Las víctimas del sismo y sus familiares no tienen por qué soportar las consecuencias de la patología del Estado fallido. Les asiste el derecho irrenunciable a la verdad, a la justicia, a las reparaciones integrales, a la garantía de no repetición de los hechos y a la preservación de la memoria histórica. Es un imperativo ético de las organizaciones de la sociedad civil acompañarlos en esta lucha en pro de la reivindicación del valor supremo de la dignidad humana.