El pincel es finísimo. La concentración, absoluta. La maestra artista, de sólo 20 años, traza con una precisión increíble la figura que representa la semilla –símbolo de la fertilidad– una y otra vez hasta que la superficie de escasos centímetros queda “tapizada”. Comienza entonces a pintar en otro espacio con lo que habrá de representar los puntos cardinales…
El taller de Jacobo y María Ángeles está inundado de color. Unas 30 personas –la gran mayoría muy jóvenes– se inclinan sobre las mesas de trabajo, eligen los colores y, con su arte, hacer “revivir” a los animales que hasta hace unos días eran sólo trozos, aunque exquisitamente labrados, de madera de copal.
En San Martín Tilcajete, en Oaxaca, la vida se mueve en torno a los alebrijes de madera conocidos ya en todo el mundo. No por nada el nombre del pueblo está íntimamente ligado a su actividad: Tlixcacitl, nombre mixteca del que proviene, significa “lugar de tinta”.
Y aunque muchos artesanos han mudado a los acrílicos y otras tintas para elaborar sus piezas, en el taller de los Ángeles sigue conservándose la forma tradicional de obtención de los colores. Presenciar su elaboración en mágico.
Hay que quitarle la corteza al copal, secarla, tostarla, molerla y ya hecha polvo, agregarle limón, miel e incienso, lo cual le dará permanencia. Y luego viene una increíble suma de reacciones químicas: el pigmento + cal= negro + bicarbonato= marrón + zinc= lila o púrpura (de acuerdo a la cantidad) + granada y cal= verde + cal= gris + añil= azul plomo. El polvo rojizo oscuro original estalla en colores y tonalidades en cuestión de segundos.
La madera del copal es lo suficientemente suave para ser tallada y dura para tener resistencia, pero se necesita prepararla. En una esquina del taller, los artesanos transforman en lagartos, tigres, culebras y formas animales caprichosas y extrañas un trozo de madera. Pero eso no es suficiente.
Habrá de pasar por varios baños de gasolina y una solución especial para que la madera quede inmune a cualquier ataque de insectos o polillas. Entre cada uno de los aproximadamente siete baños –durante los cuales la pieza se queda sumergida durante días– hay que esperar semanas de secado.
Y luego, a pasar por la cuña de uno de los jóvenes aprendices o de don Ismael, quien revisa cariñosamente las piezas en busca de cualquier posible resquebrajadura, a la que mete la cuña para introducir una mezcla de pegamento con polvo del copal para resanar. Los animales quedarán listos para ser pintados.
Es el turno de los maestros, los artistas, algunos de los cuales tienen ya ese título a pesar de su tempranísima edad.
“No tanto”, dice Jacobo Ángel. “Si se considera que empezaron a pintar en sus casas desde niños, tienen ya una experiencia de más de 10 años”.
Porque sí. Porque la mayor parte de los artistas que trabajan en el taller provienen de familias dedicadas a la elaboración del alebrije, sólo que acuden a éste, en particular, para aprender la forma tradicional de elaboración que se ha ido abandonando con el tiempo.
El taller de Jacobo y María tiene más de 25 años. La opción era conservar sólo para ellos la tradición en la elaboración de los pigmentos, o compartirla. Se optó por lo segundo, pues lo importante es la conservación de los métodos artesanales originales, y también porque es una opción de empleo para frenar la migración “al norte”.
Hoy no son sólo los jóvenes de San Martín quienes aprenden y trabajar en ese taller. Vienen de pueblos cercanos –San Pedro Guegorexe, San Jacinto Chilateca, San Isidro Zegache– para aprender y preservar la tradición.
Un animal de madera puede permanecer por semanas, por meses, en las manos de un artista. Pintar los diminutos detalles requiere de precisión y un pulso muy firme. Y surgen así símbolos tomados en gran parte de códices zapotecos: caracoles, huellas, semillas, mariposas, peces… Sólo al ver cómo trabajan se entiende el tiempo tomado en la creación de un alebrije.
Muchas de las piezas van al extranjero. Hay pedidos de Estados Unidos, de Alemania, de Finlandia; pedidos de piezas especialmente diseñadas; pedidos de trabajos grandes, como un árbol cósmico donde descansa el Santísimo de Matatlán.
Al final, puede verse también una galería en donde se venden piezas no sólo del taller de los Ángeles, sino otras elaboradas por artesanos del lugar que cuentan así con un espacio para la venta.
Quizá algún día se encuentre con una de estas obras de arte. Levántelo y encuentre bajo una de sus patas la firma del taller y el símbolo de un animal: es la firma personalísima del artista que lo trabajó.










