En las anteriores colaboraciones destacamos las debilidades estructurales de las políticas e instrumentos de prevención de desastres que fueron oportunamente advertidas por la Auditoría Superior de la Federación, las irresponsables disminuciones de las partidas presupuestales destinadas a ese rubro y la reacción definitivamente disfuncional, esclerotizada e improvisada del aparato gubernamental frente a los devastadores acontecimientos del pasado 19 de septiembre. Tales inquietudes están presentes en el imaginario colectivo y como botón de muestra basta transcribir la parte sustantiva del vehemente reclamo contenido en el comunicado de la red ciudadana  #Verificado19S:

  1. a) “¿Por qué el gobierno, en todos sus niveles, fue incapaz de establecer en tiempo real y de forma veraz una red de logística: acopio, almacenamiento, distribución y entrega de herramientas, materiales, equipo, víveres, mano de obra y especialistas en las zonas de riesgo y de derrumbe; así como facilitar el trabajo de los equipos de rescate?”
  2. b) “¿Por qué una vez más la ciudadanía hizo el trabajo que correspondía a las autoridades civiles y a las fuerzas armadas? ¿Por qué no hubo una mejor comunicación con las familias en un marco de empatía, dignidad y respeto?”
  3. c) “¿Por qué decenas de damnificados no contaban con información sobre el riesgo de sus viviendas? ¿Por qué el gobierno fue incapaz de hacer pública una lista de personas desaparecidas en forma centralizada, verificada, transparente y oportuna? ¿Por qué el gobierno es incapaz de brindar alojamientos temporales con agua y baños limpios, con alimentación y salud garantizada, con logística eficaz?”

La respuesta a todas esas justas interrogantes es una sola: en el ámbito de la previsión y control estratégico de los daños inherentes a tragedias de esta magnitud campea la muy preocupante patología del Estado fallido, el Estado podrido, pues este se muestra absolutamente incapaz de atender la responsabilidad básica que tiene todo gobierno de proteger a las personas y sus bienes.

La implicación de esta conclusión es digna de reflexión colectiva. El abandono craso de un deber tan relevante evidencia la ruptura flagrante del pacto social que, según las teorías contractualistas de Locke y Rousseau, fue la simiente histórica del Estado. Tal como lo afirma la importante teoría del garantismo, preconizada por el célebre jurista italiano Luigi Ferrajoli, quien no puede, o no quiere, garantizar el derecho fundamental a la seguridad humana y a la vida digna carece de legitimidad para gobernar.

Sin desdoro de esas consideraciones propias de la ciencia política, los damnificados no están indefensos. Les asiste el indiscutible derecho a reclamar al Estado que responda de sus fallas garrafales, no con migajas, sino con apego a la trascendental figura de las reparaciones integrales imperante en el sistema interamericano de protección de los derechos humanos. También es preciso exigir las garantías de no repetición de este inadmisible e inaudito colapso gubernamental.