Por Beatriz Rivas
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¿Te duele mucho?, pregunta por tercera vez el estudiante de medicina. Está acuclillado al lado de un joven que intenta esconder una mirada de pánico tras sus ojos rasgados. Yan habla un poco de español, entendió cada una de las tres palabras, pero el miedo lo ha dejado mudo. Siente su cuerpo de piedra, como una enorme roca de terror paralizada por el odio, por el resentimiento. Una piedra que no logra moverse ni pensar.
Al parecer, nada le duele. La sangre no es suya. Se toca el cuerpo otra vez para comprobarlo: pecho, vientre, piernas, brazos. No, no está herido. Es la sangre de su hermano, ya coagulada.
Claudio, el estudiante de medicina, también tiene miedo. Debe ser precavido. Si alguien se entera de que está ayudando a un chino, correría peligro. Lo encontró en la trastienda, escondiéndose entre varias cajas almacenadas. Sí, además de estudiar medicina en Estados Unidos, cuando visita a sus padres en Torreón, los ayuda con la ferretería. Dios mío, ¿qué te pasó? ¿Estás herido?, le pregunta con la emoción de sentir que sus recientes conocimientos podrían ser útiles. El oriental no contesta. Al principio, ni siquiera vuelve la vista. Dime algo, ¿te duele? ¿En dónde? Nada. Silencio. ¿Estás bien? Are you okay?, insiste. La primera mirada llega. Yan apenas sube los ojos y pronto los desvía de nuevo. Claudio nota un pánico mal disimulado; un dolor profundo y violento. Después, sus pupilas se transforman en súplica; si el blanco lo lanza a la calle, es hombre muerto. De sus amplios pantalones emana un fuerte olor a orina. Está temblando. Los dos tiemblan. El estudiante de medicina se sienta a su lado. Intenta tranquilizarlo. Le ofrece un cigarro; ante la negativa, pone una mano sobre su hombro, pero Yan se retrae. Se aleja un poco. No está acostumbrado a que los mexicanos lo toquen, a menos que quieran empujarlo o golpearlo.
Claudio lo observa: le impresionan sus pómulos salientes y un cuello demasiado ancho para la complexión tan delgada del oriental. Pero lo que más lo sobrecoge son sus ojos, ligeramente jalados hacia arriba y, por dentro, empujados hacia el terror.
De pronto, la piedra cobra vida. Respira con rapidez y lanza un grito sordo, un gemido animal. She Yan se cubre el rostro con las manos, aunque evita cerrar los párpados: al cerrarlos, la imagen de los cuerpos mutilados de su padre, de su hermano, de su primo, lo torturan. Claudio quisiera consolarlo, decirle que todo estará bien, pero la enorme tristeza que se esconde detrás de los ojos del joven asiático lo hace guardar distancia. Lo mejor, por el momento, es esperar.
Afuera, dos niños de unos diez años, contagiados por el odio tumultuoso y después de haber visto, desde un escondite, a sus propios padres torturando a varios orientales, juegan a patear las cabezas de dos cadáveres como si fueran unas pelotas de fútbol demasiado duras. ¿Sus nombres en vida? Sólo podemos reconocer el rostro del tendero Yee Hop. En la mañana, hombres armados entraron al restaurante de Park Jan Long, y sin la menor advertencia, dispararon hasta matar al dueño y a sus empleados; al parecer, en ese lugar comenzó todo. Como ya no hay comida por un contingente maderista que llegó antes y se encargó de saquear los alimentos, ahora sólo se llevan unos muebles y dos puertas. También la tienda de King Chow, entre muchas otras, ha sido destruida. ¡Ni qué decir de los enormes huertos, propiedad de asiáticos, a las afueras de la ciudad! Arrasados.
Los balazos de un máuser continúan escuchándose junto con algunos gritos de “¡Viva Madero!”. Los vivas a Porfirio Díaz abandonaron Torreón desde las primeras horas de ese lunes 15 de mayo de 1911, al mismo tiempo que el ejército federal dejaba atrás a una ciudad que sabía perdida.
Yan y Claudio oyen pasos apresurados de las turbas, el galope de los caballos que llevan a sus soldados hacia la Plaza 2 de abril, o tal vez a robar lo poco que queda en el negocio de pieles de Mar Young. De la presidencia municipal todavía sale humo; nadie ha intentado extinguir el incendio. Las puertas de la cárcel permanecen abiertas: los presos huyeron, felices y sorprendidos, en cuanto los maderistas los soltaron. Uno de ellos es el profesor Manuel N. Oviedo, que se une a las tropas de Madero sin pensarlo dos veces. Irritado, se da cuenta de que varios soldados están demasiado borrachos ya que se dedicaron a forzar y tirar, a golpe de culatas o a patadas, las puertas de cantinas, licorerías, las cavas del Casino y de los principales hoteles.
Claudio sabe que afuera hay un caos, aunque desconoce la magnitud del desastre. No le es posible adivinar que en el puesto de la Cruz Roja de la Avenida Hidalgo yacen 129 cadáveres de chinos y otros 75 en el de la Avenida Morelos. En los últimos meses se ha enterado del creciente rechazo a los súbditos celestes. Él mismo atestiguó, durante la reciente ceremonia para conmemorar la Batalla de Puebla en Gómez Palacio, el discurso contra los chinos en boca del albañil Jesús Flores, acusándolos de robarse empleos que les corresponden a los mexicanos. No olvida a ese tal Flores pidiendo a gritos imposibilitar la inmigración de orientales a México. “Se han apoderado de nuestros comercios y, como cobran tan bajos salarios, tienen una vida miserable y parecen no necesitar nada, compiten ventajosamente contra nuestros trabajadores. Unámonos, no dejemos que nos desplacen, hermanos…”, señalaba apasionado, mientras movía las manos de un lado al otro de manera extraña, cual si estuviera espantando una nube de moscos que lo acosara.
El estudiante de medicina, atemorizado, había estado a punto de obligar a Yan a abandonar el local varias veces, pero el visible pánico de ese adolescente, casi niño, lo conmovía. Si ningún ser humano debe poner en peligro la vida de los demás, un médico menos todavía. El pobre chino no deja de tiritar, de abrazarse las rodillas, sentado en el piso, balanceándose en una ligera y breve danza que pretende alejar el peligro. No para, tampoco, de repetir dos palabras que Claudio no entiende: wèi-shénme, wèi-shénme.
Cae la noche. Una noche norteña llena de estrellas. En Torreón, el cielo se ve más lejano que sobre las fértiles praderas que moja el río que Yan tanto extraña. Río Perla, río de las perlas, su querido Guangdong. Desde sus riberas, parece más fácil tocar los astros, hablar con ellos. ¡Qué falta le hace su gente, el sonido de los compradores y vendedores del mercado al salir del templo Chenjia Ci de la mano de su madre! Cómo añora observar a su mamá y a su abuela sentadas en círculo con otras mujeres, bordando un mantel mientras cantan o conversan en nu shu, el lenguaje secreto que sólo ellas conocen. Y el sabor y la crujiente textura del siew yhok que preparaban en familia, cada sábado, con el kilo de cerdo que les obsequiaba el carnicero del barrio. Una deliciosa costumbre. Yan, junto con su hermano Dong, cocinaban el arroz salteado. Cuánto quisiera escuchar la voz de su padre al final de la comida, recitándoles viejos proverbios de memoria, enseñanzas que pasaron, en forma oral, de generación en generación. ¡Ay, su padre! Ni siquiera vio venir el golpe. De cualquier forma no hubiera podido defenderse. Fue el primero en caer. Muerto. Sì le. Muy muerto. Y aún muerto, los soldados siguieron pateándolo, insultándolo: Chinos tramposos. Detestables. Chinos cochinos. Chinos invasores. Cobardes, ni siquiera intentan defenderse. ¡Afeminados! Continuaron descargando su odio sin explicaciones, dejando en el piso un cadáver destrozado, mientras otro soldado le rompía las rodillas a su hermano con la cacha de un rifle. Ya tirado, gritando por el dolor, le cortaron su trenza con un cuchillo y lo ultimaron de seis balazos. Después llegó el turno del primo Li. Para él fue peor, pues tardó en morir un rato. Los maderistas y unos cuantos pobladores abandonaron la lavandería riendo, burlándose. Sobre el piso quedaron tres cadáveres. Yan, paralizado por el pánico, aguantó todavía una hora, entumido dentro del pequeño escondite al que logró colarse gracias a la delgadez y la elasticidad que lo caracterizaron desde chiquillo. En cuanto se atrevió a salir, sin darse cuenta cómo pudo dar paso tras paso, de dónde sacó la fuerza, consiguió brincar la barda que separaba el comercio familiar de la ferretería contigua.
Afuera siguen los gritos. “Devuélvanos nuestros empleos, nuestros negocios”. Amenazas. Sonido de cristales rompiéndose. “No nos despojarán, chinos asquerosos”. Algunos vecinos, que antes solían ser amables, saquean los comercios de los asiáticos, uniéndose a los brutos, contagiados por su odio irracional. Robando y destruyendo. Balazos. Más amenazas. Burlas. “Váyanse con su sangre apestosa y rancia de nuestro país”. Golpes. Patadas. “Llévense sus enfermedades a otra parte”.
Benjamín Argumedo, cabecilla revolucionario, ordenó el ataque al Banco Wah Yick. Peor todavía: fue quien impulsó a sus tropas a abrir fuego contra los chinos. Woong Foon Chuck nunca olvidaría el nombre de Argumedo, puesto que fue el culpable de que asesinaran a la mayoría de sus empleados. El banquero había tenido mejor fortuna: se salvó porque a la hora de la matanza todavía estaba en casa. Un día después, frente a su negocio destrozado, lloró en silencio mientras recogía los jirones de la bandera imperial, arrancada de su asta, que yacían en el piso, olvidados. Apenas se distinguía el dragón. Sus garras habían desaparecido. Decidió, entonces, migrar otra vez. En esta ocasión no se equivocaría: elegiría un país sin complejos ni prejuicios. ¿Lograría encontrarlo?
En esta región de Coahuila, la tierra es seca. Árida. Los chinos se han acostumbrado a un paisaje de huizaches, yucas y nopales. Matorrales y pastizales conviviendo con los extensos campos algodoneros. En las orillas del río Nazas crece más vegetación, algunos álamos y sauces, pero a veces sus aguas, implacables, llegan a inundar Torreón y Gómez Palacio, la ciudad vecina. El clima semidesértico es demasiado caliente en el día, frío por la noche. Agresivo. Ojalá el viento acariciara a Yan como lo hacía en China. Recuerda las divertidas competencias, con sus amigos, para ver quién cruzaba más rápido el viejo puente de piedra Yong’an, cargando fruta, para llegar primero al templo de Yuanjin y poner, antes que los demás, la ofrenda a los pies de Buda. Aquí los puentes son derechitos y aburridos, en cambio, en su tierra los construyen en forma de zig zag para que los demonios se pierdan. Aquí los techos son planos o miran hacia abajo, allá los construyen con las puntas hacia arriba, para enviar las almas de los muertos al cielo. Aquí nada impide la entrada del mal a las casas, allá siempre hay un guăn, ese escalón que antecede a las puertas, para que ningún espíritu maligno pueda pasar y para que el agua, en las inundaciones, tampoco penetre.
Viene a su memoria su casa junto al río. Arriba la vivienda; abajo, la tienda de sus padres en la que vendían licores de arroz hechos en casa, exhibidos en grandes barricas de caña. Los ofrecían en varios sabores: de arroz glutinoso o fermentado, sabor lichi, mangostán o liúlián. Yan sólo podía probar uno, los demás tenían demasiado alcohol para un niño. Cierra los ojos y logra ver a su papá atendiendo a los clientes mientras su madre, arrodillada en el río, lava las cacerolas o, bien, en un día soleado, la ropa de la familia. Llega a escucharla tarareando quién sabe cuál melodía, con su voz de cristal, dulce y entonada. Aspira el aroma, entre dulzón y amargo, de la destilería.
Ojalá nunca hubieran venido a este país desagraciado. ¿Para qué? ¿Para tropezar con el desprecio? ¿Para ser rechazados sin justificación alguna? ¿Para ver, de frente y sin poder hacer nada, a la muerte?
A partir de ese día maldito, She Yan perdió las lágrimas para siempre.