Por Sergio González Rodríguez

 

Posición

La escritura, el sueño, las imágenes, los fantasmas. La aptitud intrusiva de ellos en cada quien como sendero literario. Este es el mío.

Cualquier persona que se dedica o quiere dedicarse al uso de las palabras, puede intuir que aquellas que identificaría como palabras-clave en su vida se vinculan con su origen como operador de la letra. A ellas les ha otorgado, en forma consciente o inconsciente, tal estatuto a lo largo del tiempo.

Debido a las características del propio lenguaje, toda referencia personal a la palabra escrita implica el origen de ella: atribuida a la divinidad a través de un mensajero (Tot) que a su vez enjuicia los actos de los hombres mediante la facultad de registrar los pensamientos con una pluma en una tablilla. Ausencia y extrañamiento de la escritura.

El procedimiento para vincularse a tal ámbito, interconectado con otros que remiten a la historia del lenguaje, o más en particular, a la de la literatura y la autobiografía, que en alguien que escribe debe denominarse también biblio-hemerografía, se asocian a su vez con la posibilidad de la memoria.

Habita allí un trance retrospectivo que permite acceder a las palabras-clave que han sido fundamento y proyección del uso escritural propio que, como bien se sabe, se cumple en el círculo de la lectura.

Así, cuando se pronuncia el compuesto verbal palabras-clave, se anuncia por necesidad un término: relectura. ¿Relectura de qué? De lo vivido, de lo escrito, de lo registrado ante los sueños, las imágenes y los fantasmas: la alteridad que nos contempla y a la que intentamos escrutar. Y escribir asimismo para evitar quizás el olvido, para conocer lo invisible que impulsa nuestros actos: la verdad trascendental.

Mi primera aproximación a la letra, por ejemplo, fue tijera en mano a los cuatro años de edad: buscaba leer y descifrar una palabra: “ExcelsioR”. El nombre de un diario. La E inicial y la R última tenían un mayor tamaño que acrecía el acertijo. Como pude saber al paso del tiempo, esa palabra en su significado en latín se refiere a “alto”, o a “lo alto”. ¿Anticipación, truco inserto en el porvenir que permitirá a alguien, yo, hallar en tal episodio una fuente de mi escritura adulta en un par de diarios, y anunciar mi respeto a principios superiores?

El tajo de las tijeras en medio de cada letra descomponía tal significado, oculto a la mente infantil, para recomponerlo y configurar un juego que anticipaba reglas inexpresadas de corte, recorte y ensambles nuevos, rotatorios y en plan de fuga permanente. El experimento de un niño con una palabra-clave inicial que se muestra inmediata, destinada, transtemporal. La operación lingüística estaba abierta al futuro y al arbitrio personal, afectaría lo pretérito y se repetiría de mil modos en los años siguientes. Tris.

Resulta preciso abrir un tajo en la evocación temporal. Esta figura que la retórica denomina “elipsis”, sirve también para definir un rasgo significativo en la historia de mis palabras-clave. El tajo temporal se detiene por ahora en el momento en el que publico mi primer texto: un comentario sobre la cultura del rock hacia 1979. Al escribirlo, venía de diez años de ser bajista de un grupo de rock, mientras estudiaba y leía: la pugna personal entre el orden y el caos.

Poco a poco cambié el bajo eléctrico por el teclado de la máquina de escribir y, más tarde, el del ordenador de palabras. La intersección de la letra y la música de rock en mi formación ha sido una puerta de entrada al deseo de experimentar el vaivén entre lo visible y lo invisible, al descentramiento y la búsqueda de lo anómalo, lo heterogéneo y la huida de la unilateralidad. Y, una y otra vez, las derivaciones contingentes a esos opuestos binarios en la propia escritura.

Mis palabras-clave remiten a semejante proceso intelectual y, de pronto, han influido a su vez en las percepciones espirituales, en la fantasmagoría que, entre corte y corte, crece para acecharme. Las diosas de la creación que obnubilan, decían los paganos: la “ninfolepsia” que avasalla.

Tengo pendiente realizar un proyecto en el que, médium de mí mismo, pondré en marcha un intercambio entre sonidos y palabras mediante una interfase digital apropiada que reproduzca la música tonal-atonal provista por un teclado dactilográfico, que estará conectado a un ordenador mientras escribo un texto específico (Charles Olson dirá: yo me adelanté a tu idea, en 1950 escribí “Projective Verse”, en el que planteo un escrito que “respire” a partir de la posibilidad del espacio en blanco o margen que ofrece la función del tabulador de la máquina de escribir).

El proyecto podrá realizarse a partir de un programa traductor de sonidos: a cada letra del teclado le corresponderá una nota y un tono, y los signos de puntuación marcarán los respectivos silencios. Al margen del valor musical, si acaso lo tuviera, el resultado del trasvase servirá para apreciar una forma distinta de abordar el género autobiográfico.

¿Dónde representarlo? La cuestión involucra un reto por el momento pospuesto: una bodega, un teatro, un prostíbulo, una terminal de trenes, un hotel, todos escenarios idóneos para tal acto. Lugares promiscuos. O quizás sea mejor proponer que el conjunto de sonidos se pierdan en la heteroglosia de la red.

Otra variante de la dactilografía musical sería filmar los movimientos de las manos al teclear, lo que dejaría un registro de determinados gestos, y luego, también por una interfase y programa específicos, hacer traducir dicha gestualidad a una ejecución musical en el aire mediante un instrumento electrónico de principios del siglo XX llamado eterófono, precursor de la música electrónica actual.

El concepto de por medio alude a la estrategia de tomar una distancia respecto al tema de expresión, una distancia ni lineal ni temporal en sí, sino que más bien sería el resultado de un desplazamiento de lo real y lo simbólico, una oblicuidad o, mejor dicho, un lance transversal, una deformación respecto del punto de referencia originario, que está y no está al mismo tiempo.

En los años que transcurrieron entre mi primera formación escolar y la madurez hubo un trastorno técnico en el mundo que afectó el concepto de escritura, y que terminó por influir lo que sería mi tarea a lo largo de la vida: la oscilación entre la grafía y la agrafía; entre escribir y la incapacidad de escribir o no saber hacerlo. Las limitaciones del deseo de por medio y la dificultad de aprender a realizarlo.

A edad temprana llevé un curso de escritura (o caligrafía) que consistía en llenar hojas completas con ejercicios de trazos rectos mediante mi mano derecha, circulares, continuos o discontinuos. O bien, la reiteración de frases una y otra vez. El método de Austin Norman Palmer de escritura comercial que privilegiaba la escritura cursiva. Después vendría el uso generalizado de la escritura de molde.

Mi padre tenía una escritura que me parecía impresionante: exacta y armónica. Me atraía sobre todo su firma o signatura: un conjunto inclinado de abajo hacia arriba y de derecha a izquierda que desplegaba su nombre J(osé) J(esús) González V(izcaya). Una suerte de estandarte. Su rúbrica era un rasgo que, al salir de la punta externa de la “V”, daba un giro circular para terminar en un trazo horizontal que subrayaba toda la firma y se disolvía en un gancho interior, resonante debajo de la primera “J”. El acento de la “á” enseñoreaba la parte superior justo en medio del conjunto caligráfico.

Para mi mente infantil de entonces (que aún suele reaparecer de pronto en la edad adulta), lo más atrayente de la signatura de mi padre era la tinta de color que usaba: de dignatario o funcionario (en algún momento tuvo cargos administrativos en la Unión de Comerciantes de Frutas y Legumbres a mediados de los años cuarenta del siglo XX): color marrón oscuro, púrpura, azul y, quizás su favorita, la verde esmeralda. Sus plumas eran Parker, Sheaffer (norteamericanas) y Tiku (alemana).

Mi padre cursó estudios básicos, elementos de comercio y de guitarra en una academia. Vinculo en mi memoria las hojas del cuaderno caligráfico y el papel pautado de la notación musical (que aún quisiera saber: aprendí a tocar guitarra por los patrones que nos enseñó mi padre y, más por práctica de autoaprendizaje en manuales que visualizaban posiciones armónicas que por teoría o educación formal; el solfeo en el coro escolar fue sucinto, acordes, blancas, negras, redondas… y se disolvió en aquellas mañanas de ensayo).

Hacia la mitad del siglo XX, la papelería y los documentos oficiales dejaron de hacerse por caligrafía y se aplicó la letra de molde de las máquinas de escribir. Inició el ocaso de las viejas papelerías-librerías donde se expendían materiales, utensilios e instrumentos de soporte analógico, que incluían cuadernos, libros de tránsito topográfico, libros contables, talonarios de recibos, sellos de goma, lápices, lapiceros, puntillas, plumas, plumillas, tarjetas, tarjeteros, carpetas, cartapacios, borradores, tintas, compases, reglas, reglas de cálculo, escuadras, pentagramas, teodolitos, transportadores, clips y una innumerable cantidad de objetos multiformes y cosas de oficina que unían armonía, equilibrio, servicio con aromas, texturas, formas sorprendentes. Entre todos ellos, la tinta china hacía reinar su espíritu vegetal y embriagador.

Ya desde los estudios preuniversitarios, a los alumnos se nos comenzaba a solicitar que los trabajos dejaran de entregarse “a mano” (es decir, en escritura caligráfica) para favorecer el uso dactilográfico. A esa tendencia atribuyo que mi propia firma imite caracteres tipográficos de trazo rectilíneo, impositivo y obvio, al contrario de los redondeados y elegantes que usó mi padre.

*Fragmento del libro “Teoría novelada de mí mismo”, de Sergio González Rodríguez (Literatura Random House, 2017). Agradecemos a la editorial las facilidades otorgadas para su publicación.