Un claro ejemplo de sabiduría técnica encarna Rubén Bonifaz Nuño; quizá su formación académica —doctor en letras clásicas— y el afán de precisión, de querer expresar las cosas en tanto que son, lo llevaron hacia una poesía rigurosamente exacta. Desde La muerte del ángel (1945) el autor utiliza el verso clásico —en este caso 10 sonetos para resaltar lo divino, vinculado al vuelo poético, a la voz que florece en el silencio—, pasando por Fuego de pobres (1971) y Siete de espadas (1961), hasta conseguir la unidad necesaria en sus textos, buscando siempre preservar la tradición del verso hispano.

Ritmo y armonía en sus versos precisos, medidos, llegando siempre al símil, a la imagen que describe lo que el autor desea expresar, a la metáfora adecuada. Su poema La flama en el espejo (1971) todavía aguarda un estudio crítico, profundo. Es válido señalar que en Bonifaz Nuño (Córdoba, Ver., noviembre 12 de 1923-México, D.F. 31 de enero de 2013) no existe el lenguaje “violentado”, antes bien procura ceñirlo en formas casi sintéticas. En Siete de espadas expresa: “Música, huesos a compás. Y rojos/ los pies danzantes de la flaca/ embriagan el lagar. Una ternura/ de amantes de colmillos me doblega,/ me dobla, me duplica. Soy de nuevo./ Yo mismo soy el que te mira/ desde el espejo de alguien que nos mira”.

Profundo conocedor del metro antiguo ibérico, Bonifaz Nuño logró una importante tarea lírica, como lo prueban dos de sus obras capitales: La flama en el espejo (1971) y As de oros (UNAM, 1981), de los que me ocuparé más adelante. Su obra poética se concentra en el volumen De otro modo lo mismo (1979) y se continúa en otros textos. Entre La flama en el espejo y As de oro transcurren diez años de búsqueda dentro de la existencia primordial del poeta. Los niveles técnico-expresivos son prácticamente los mismos: versos de diez sílabas con los eneasílabos en el primero, y a la inversa en la obra posterior a De otro modo lo mismo. Es justo destacar también las diferencias en cuanto al tono y al contenido. La flama en el espejo constituye un recorrido por el mundo del conocimiento verdadero, el de la luz del espíritu que guía y anima. Tono grave, solemne, acentuación clásica, encabalgamientos para determinar un ritmo más ágil, sin tanta sujeción a la métrica.

Son diez instancias de un único canto elaborado en eneasílabos y endecasílabos. La búsqueda de la realidad sensible a través de la Gracia y los misterios inusitados se vuelcan en este ámbito lírico; de esta manera, el despertar representa el ave de presa que desciende en crueles círculos, mientras el amor constituye el fuego que transmuta la materia. El silencio, evidentemente, está consagrado al canto. El tiempo, envejecido, (segundo canto), crece y se encamina hacia su forma; así, paulatinamente, se fundan “los cánticos futuros”. La flama en el espejo, constituye una travesía espiritual donde la palabra se crea, se transparenta: “Y evoca la flama en el espejo,/ y en el territorio ennegrecido/ de raíces primitivas, pone/ los cimientos músicos del fuego/ a la ciudad oro…” (p. 19).

En el tercer momento de este canto, el amor hace que resuenen vivientes los metales del alma, aunque en la palabra asoma la sabiduría. Ante la desdicha, el corazón tiembla hasta incendiarse. El salmo reitera la presencia de la palabra antigua, invocada desde el origen, desde las bocas no saciadas (cuarto momento); por supuesto que el mutismo se derrama sobre las cosas y hace leve a la “gravísima roca”. El amor siempre es la respuesta: “Desde su nudo a ciegas, suena/ su armazón violeta, suena/ encogida en su hervor la sola/ fuente del conjuro que te llama” (p. 33). Por supuesto que el amor metafísico cobra relevancia en la quinta instancia. La interrogante se presenta: “¿Dónde la salvación? ¿Delante/ de qué trono en sombras se consume?” (p. 41).

Desde luego que hay visiones místicas, míticas incluso, donde la voz del poeta se resarce, primigenia: “…bestia/ con traza de hombre, el ángel vierte/ su absorto cántaro atmosférico” (p. 41). La luminosidad desnuda, el alma, el deseo del amor concurren en el momento sexto. La luz vela los umbrales del espíritu; también es plegaria o “remotos murmullos de tormenta” (p. 55). Sin embargo, la amada reina: “…se goza en carne viva, en fuego/ de perfectos dientes. Sol de espinas” (p. 59). En el octavo capítulo, “la lengua se desanuda comprensible” (p. 67), en tanto los cuestionamientos resaltan de nueva cuenta en la novena instancia: “¿Soy alguien yo?, te preguntabas/ dentro de lo oscuro, en el silencio/ anterior a la palabra oculta”. Concluye La flama en el espejo, con un poema que sirve de umbral y pórtico. La visión se clarifica y la muerte ofrece remota la memoria. Ante la resurrección se vislumbra “la tercera luz del alba” (p. 87). Resumiendo: en La flama en el espejo las intenciones son precisas: versos decasílabos y eneasílabos alternados destacan el recorrido por el mundo del espíritu que guía al alma.

Diez instancias, marcadas tipográficamente en cursivas, se congregan para eslabonar las escalas de la perfección. Aquí se superan los contrarios, mientras el Amor —con mayúscula inicial— representa la única legislación vigente. El mensaje, luminoso en ocasiones, se transfigura en virtud directa del objeto, que se antoja tácito, aunque también adopta signos transparentes. “Para unir el bien, se viste el manto/ de la humildad perfecta, y vive/ y sirve al amor y se convierte/ empequeñecida en olas diáfanas/ y puertas de esperanzada entrega”.

En el volumen que compila casi toda su obra —De otro modo lo mismo—, el autor reconoce que no basta estar vivo, sino que se debe tener conciencia de nuestra particular naturaleza, físicamente etérea (permítaseme el término); el hombre tiene “bellos recuerdos” pesarosos ante esta evidencia: “Tacto de ciego entre las aguas de luz, conciencia oscura somos”, ha dicho. Desde esta perspectiva, As de oros es la tácita aceptación del transcurrir del alma y del espíritu a través del tiempo y del espacio que persiste en la piel, con todos sus grados y niveles de amor y desencanto —¿flama reflejándose en el espejo?—, manifestada en el victorioso ascenso.

A lo largo de cuarenta poemas, Bonifaz Nuño alterna versos endecasílabos y eneasílabos. Desde la visión del contenido, el poemario expresa desencanto, no-frustración, ante la dinámica del mundo, traducida en fugacidad y transcurso; pesar porque la existencia es cambiante. Dolor y frustración siempre. Por supuesto que aquí el amor tuvo lugar, otorgándole al poeta la condición de ser y estar en el mundo, de adentrarse en esa relación de dar y recobrarse, de recibir y buscar el necesario esfuerzo para devolver ese sentimiento. Amor por todas las cosas y por lo que les da nombre: la sabiduría.

Persiste, sin embargo, un tono desencantado, por lo que se antojaría interrogarse: ¿en qué momento esta idealización se quebrantó?, ¿acaso las circunstancias sociales devinieron en golpe brutal? La evidencia es contundente: “Y he cambiado. Sordo, encanecido,/ una oficina soy, un sueldo;/ veinte mil pesos en escombros/ y un volkswagen, y la nostalgia/ de lo que no tuve, y el insomnio,/ y la cáscara de años devaluados”. Las circunstancias sociales, ciertamente, metamorfosearon ese sentimiento amoroso en desencanto; en este sentido transcurre el poemario: de la casi frustración existencial al esperanzado afán por transformar los “peñascos del mediodía” del poeta; entre estos dos parámetros referenciales, el recuerdo del amor mundano y subrepticio se diluye.

Si La flama en el espejo narra una travesía espiritual, un ascenso luminoso en la Noche oscura del alma, como puntualizaba el monje carmelita, As de oros es un viraje por el mundo físico, sensitivo, del placer y el desplacer. De este poemario el autor asume diversas personalidades míticas, figuras trágicas en ocasiones (Hipólito, Ulises, Eneas, Edipo, etcétera) para destacar las coordenadas de su recorrido. Ambos libros reflejan la misma visión del mundo, referida como un fugaz transcurso hacia la Luz del Conocimiento, aunque si se me permite reiterarlo, Bonifaz Nuño es un poeta que entrega luminosos signos plenos de misticismo lujurioso, lo cual viene a confirmar que los opuestos siempre se corresponden.

Amor sensual, mundano, en esta búsqueda de lo Inexplicable. Candor místico en la consecución y canto de las relaciones de la pareja humana. Lujuria y misticismo enfrentados y confrontados por una única voz: la del Espíritu. Entre La flama en el espejo y As de oros subyace esa Voz que reitera sobre la naturaleza físicamente etérea del individuo; la aceptación tácita del transcurso fugaz del alma y del espíritu a través de la dimensión corpórea de la piel, con todos sus grados y límites de amoroso desencanto y trágico reconocimiento. Rubén Bonifaz Nuño, poeta de la luz y de la flama, lo sabe y lo canta. Una y otra vez.