A lo largo del devenir histórico, el conocimiento y el dominio del hombre sobre la naturaleza han permitido desarrollar grandes civilizaciones e inimaginables avances científicos y tecnológicos que hoy en día nos permiten conocer a detalle las características y el funcionamiento de la mayoría de los sistemas ambientales y ciclos naturales, dentro y fuera de nuestro planeta.

Sin embargo, pese a toda la experiencia acumulada e instrumentos de medición y monitoreo, los fenómenos naturales como sismos, erupciones volcánicas, tsunamis, sequías, inundaciones, heladas, tornados, deslizamientos, demuestran constantemente la vulnerabilidad humana frente a la capacidad de destrucción de un fenómeno perturbador.

En los últimos años, ha llamado la atención de la comunidad científica y de la población en general, que algunos de estos fenómenos perturbadores se han vuelto atípicos, y han elevado con creces su grado destructivo. Ante la magnitud de los daños y los costos socioeconómicos que están generando las sequías prolongadas, las lluvias torrenciales, los huracanes con categorías sin precedentes, muchos gobiernos han comenzado a revisar sus sistemas de protección civil, de prevención y de gestión de riesgos.

Sorprendentemente, se ha dado cuenta que la capacidad de respuesta ante los eventos catastróficos es limitada. Además de que las políticas públicas de protección civil y gestión de riesgos se han subestimado, existe muy poca legislación y la gran mayoría se han enfocado a atender contingencias. Peor aún, el fomento a la cultura de la prevención y gestión de riesgos es muy incipiente y con mínimo financiamiento. De manera lamentable, solo a través de las malas experiencias, que han costado un sinnúmero de vidas e incuantificables daños materiales, es cuando se toma conciencia de la importancia y de la urgencia de contar con políticas transversales que minimicen riesgos, costos, y cuiden la integridad física de las personas.

Los efectos del cambio climático comienzan a hacerse cada vez más evidentes, y esa situación nos posiciona en un nuevo escenario impredecible. Según la empresa Munich Reinsurance Company, las pérdidas mundiales causadas por fenómenos naturales adversos se estimaron en 4 mil 200 billones de dólares entre 1980 y 2014. Durante este periodo, las pérdidas aumentaron rápidamente, subiendo 50 mil millones anuales en los años ochenta, a cerca de 200 mil millones anuales en la última década. Casi el 75 % de las pérdidas se atribuye a fenómenos climáticos extremos, y se estima que el cambio climático puede sumir a 100 millones de personas en la pobreza extrema para 2030.

De acuerdo al Banco Mundial, la repercusión de las catástrofes naturales en el Producto Interno Bruto es 20 veces mayor en países en desarrollo que en las naciones industrializadas. El Banco Interamericano de Desarrollo ha documentado que independientemente del grado de devastación, la mayoría de los países termina recuperándose de los desastres naturales, con excepción de los países pequeños.

De cara a estos nuevos desafíos, es importante que exista un verdadero compromiso internacional de los 187 países que han suscrito el Marco de Sendai para la Reducción del Riesgo de Desastres 2015-2030 de la ONU. Solo a través de la cooperación podremos comprender mejor el riesgo de desastres en todas sus dimensiones relativas a la exposición, la vulnerabilidad y características de las amenazas.

Los eventos telúricos en México, los incendios forestales en Chile, los deslizamientos e inundaciones en Perú nos obligan a darle mayor prioridad a las políticas preventivas de protección civil y gestión de desastres, revisar nuestros inventarios estratégicos, fondos para atención de desastres, actualización de los atlas de riesgo y, principalmente, el fomento a la cultura de la prevención, a través de la educación.

*SECRETARIA DE LA COMISIÓN DE RELACIONES EXTERIORES AMÉRICA LATINA Y EL CARIBE

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