Han pasado algunas semanas de los terremotos del 7 y del 19 de septiembre que afectaron principalmente gran parte de la zona centro y el sur del país. Estos hechos despertaron nuevamente el espíritu de grandeza y solidaridad de nuestra nación, nos fortalecieron como sociedad e individuos.

Ahora es momento de pasar a la etapa de reconstrucción integral de la economía. Este concepto no se refiere al efecto multiplicador del sector construcción, que por sí solo no es el único elemento reactivador, o a los recursos del Fondo de Desastres Naturales (Fonden) y del bono catastrófico. Todos ellos son importantes y necesarios, pero hablamos de un concepto mayor que implica la reactivación del tejido social y productivo, la activación industrial generadora de empleo, así como el redireccionamiento de las políticas públicas para un proyecto de país a largo plazo. México y su sector industrial atraviesan un momento trascendental que exige emprender acciones puntuales en torno a la instrumentación de su política industrial interna, la cual debe tener más profundidad e interacción hacia el futuro.

El pronóstico de Consultores Internaciones S. C. respecto a las afectaciones a la economía por los sismos es de 0.5 por ciento del producto interno bruto (PIB), lo cual incluye costos de reconstrucción en activos fijos, suspensión de actividades económicas y el freno económico por la cautela que existe en los agentes productivos en las entidades de Chiapas, Ciudad de México, Guerrero, Morelos, Oaxaca y Puebla.

El pasado viernes el INEGI publicó estadísticas sobre las afectaciones del sismo y señaló que, de los 2 millones de establecimientos encuestados, 16.1 por ciento tuvieron afectaciones, donde la manufactura, el comercio y los servicios privados no financieros fueron los más representativos.

Muchas instituciones y analistas hemos empezado a reducir las estimaciones de crecimiento para 2017, pero más allá del pronóstico y los costos de los fenómenos naturales, la economía nacional no puede seguir creciendo a un ritmo económico cercano a 2.0 por ciento, sino que debemos aspirar a regresar al promedio de entre 4 y 5 por ciento que manteníamos en la etapa del desarrollo estabilizador, lo que permite sostener una mayor proporción de empleos formales bien remunerados, en cadenas productivas más consolidadas que generen valor agregado nacional. Paradójicamente la tragedia nos ofrece, a través del cambio en las estructuras, la oportunidad de una reconstrucción de fondo que implique establecer detonadores de crecimiento económico en aquellos estados de menor desarrollo.

Es oportuno recordar que, independientemente del freno que significaron los sismos, la economía mexicana no sólo presentaba una desaceleración, sino también problemas de fondo que no han sido resueltos y que nos han restado competitividad. La corrupción, la inseguridad, el bajo nivel educativo, la poca confianza generada por las instituciones, la poca innovación y el insuficiente avance en inversión en infraestructura son elementos que han ido en retroceso en el índice de competitividad que publica año con año el Foro Económico Mundial (WEF), por lo que México se quedó estancado en el lugar 51 entre 137 países.

La reconstrucción de México, de sus estructuras, la redirección de nuevas políticas públicas que permitan un crecimiento sostenido de largo plazo es inminente. La experiencia internacional nos muestra que muchas naciones han emergido de las catástrofes gracias a la reconstrucción y una nueva dirección de su estructura económica.

Hoy, más que nunca, el desarrollo del sudeste juega un papel fundamental en esta nueva dirección. El programa debe conceptualizarse buscando que esta región cierre la brecha que hoy tiene con respecto a la dinámica de crecimiento del centro y norte del país. Por ello, hoy se debe trabajar en el redireccionamiento de políticas públicas en los ámbitos federal, estatal y municipal. Por otro lado, las Zonas Económicas Especiales (ZEE) hasta ahora decretadas, como Puerto Chiapas, Lázaro Cárdenas en Michoacán y Coatzacoalcos, Veracruz, por su misma visión, deben de derivar efectos de largo plazo y generar detonadores para reactivar e impulsar el crecimiento, no solo como polos de desarrollo para atraer inversión, sino también para construir cadenas productivas con alto contenido nacional, donde se fomente la innovación, el empleo, exista transferencia de tecnología y crear nuevas capacidades productivas, que reduzcan la marginación. Ahora bien, los contenidos y políticas que rijan estas ZEE deben de ser vinculatorias, es decir, crear compromisos para los jugadores públicos y privados.

En la parte de presupuesto, la tarea no es fácil; no solo es necesaria una reasignación de los recursos, sobre todo electorales, sino también es importante la disciplina del gasto, una reorientación más enfocada a la infraestructura productiva, con austeridad, transparencia y eficiencia, sin que ello implique aligerar el proceso de consolidación fiscal programado para 2018 o comprometernos a un escenario restrictivo.

Lo peor que podemos hacer es reconstruir sobre las viejas estructuras; en la tragedia surge la oportunidad para edificar nuevos cimientos en lo social, político e institucional que garanticen mayor solidez a la economía. Debemos tener claro un proyecto de país sustentado en una visión integral y hacia el futuro, responsable, sustentable y transparente, con la capacidad y el objetivo de atacar los rezagos de fondo. De esta manera, la memoria de los hechos de este septiembre no quedará en el olvido y será la mejor herencia que podemos dejar a las futuras generaciones.