“Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo. Macondo era entonces una aldea de veinte casas de barro y cañabrava construidas a la orilla de un río de aguas diáfanas que se precipitaban por un lecho de piedras pulidas, blancas y enormes como huevos prehistóricos”.

Quien haya leído estas líneas reconocerá el íncipit de la novela hispanoamericana más popular del siglo XX: Cien años de soledad de Gabriel García Márquez (1927-2014), Premio Nobel de Literatura 1982, impresa por editorial Sudamericana el 30 de mayo de 1967; desde entonces se ha editado más de un centenar de ocasiones, y desde entonces, a decir de Nicolás Pernet, los primeros ocho mil ejemplares se vendieron antes de cumplirse un mes. Y para conmemorar el cumpleaños 80 del escritor de Aracataca, Colombia, la Real Academia Española realizó una edición de un millón de ejemplares. Hasta ahora se calcula que se han vendido más de 50 millones de copias.

 

Prosa elegante

¿Cuánto de la experiencia vital de un creador se relaciona con su obra? Se ha dicho, sobre todo en las aulas y cubículos universitarios, que nada tienen que ver; que los vínculos encontrables sólo son coincidencias del azar; aun, que es anómalo establecer esa relación.

Lo cierto es que la lectura de No moriré del todo. Gabriel García Márquez de Conrado Zuluaga nos deja ver en sus intersticios que la imponente naturaleza —siempre presente como un salvaje y conmovedor personaje en la obra del escritor— fue escenario de las regiones que cubrieron los recorridos, los viajes y las casas que habitó niño y el joven Gabo, como se le conocía familiarmente; un ser con los privilegios del arropamiento de las mujeres de su familia que lo cuidaron, lo procuraron y lo estimularon.

Con una prosa elegante, Zuluaga informa y recupera atmósferas al describir sitios y trazar líneas de los senderos del escritor y esboza la metamorfosis de un hombre con un destino pletórico, que él mismo allanó e iluminó con tenacidad sin quebrantos, que se sobrepuso a las adversidades y a las carencias con una fuerza de voluntad que alcanzó rasgos épicos —recordar las limitaciones que rodearon la escritura y publicación de Cien años de soledad—; para el futuro escritor —como para todo escritor que tiene la noción de que antes pretender vender ejemplares hay que intentar cambiar la fisonomía de la literatura y alejarse de los lugares comunes y las fórmulas “cómodas” y amenas—, el punto de partida de sus alcances reside en ver, buscar y enriquecer los potenciales de la palabra escrita; de apropiarse de las historias trasmitidas de voz en voz —entre la leyenda, el rezo, la crónica y el re-cuento de historias.

García Márquez nos dice su biógrafo colombiano —quien además es un prestigiado editor— es un escritor por vocación y por compromiso; el oficio le permitió visualizar su realidad; la realidad, desde la imaginación, como él llegó a decir: la transformación de lo real en apócrifo. Faulkner será un modelo de escritura para él y otros integrantes del boom latinoamericano; aun, antecesores como Rulfo, cuya obra fue la revelación más extraordinaria para el colombiano, después de las tragedias de Sófocles y La metamorfosis de Kafka.

 

“Surge un genio literario”

Zuluaga enfatiza la labor del escritor, formado también en el periodismo —oficio despreciado, entre nosotros, por no pocos académicos de las letras—; la importancia se cimienta —aunque sea obvio decirlo— en contar las cosas y esbozar los rasgos de los personajes de una manera particular; siempre, además, con un léxico prolífico y, claro, preciso, para que dé frutos, en conjunto, a la narración.

Conrado Zuluaga, editor e investigador literario.

El autor de La hojarasca desarrolló el oficio de escribir en el periodismo, y en las páginas de los diarios se conocieron sus primeros textos; cuando no imaginaba que pudiera ser escritor —nos narra Zuluaga—, el director del suplemento literario de El Espectador de Bogotá, Eduardo Zalamea, escribió que las nuevas generaciones no merecían nada, que por ninguna parte se veía un nuevo cuentista novelista. Gabo quiso reivindicar a su generación y escribió un cuento y se lo llevó a Zalamea, quien de inmediato con una nota en la que admitía que se había equivocado; añadió “con ese cuento surgió el genio de la literatura colombiana”.

El retrato que Zuluaga nos deja de García Márquez se proyecta como un semblante luminoso y sonriente a media distancia (no se detiene en las hojas del árbol existencial del escritor como lo hacen Dasso Saldívar en García Márquez. El viaje a la semilla —1997— y Gerald Martin en Gabriel García Márquez. Una vida —2009); es una integración del retrato sicológico y el trazo de una cartografía del proceso escritural más que de la historia textual de sus opúsculos.

Zuluaga nos deja ver, en cambio, en detalles particulares, la virtud del Premio Nobel al captar de manera instantánea lo necesario en la consecución de sus objetivos personales y escriturales; anímicos y sociales; laborales y fraternos. Siempre supo nombrar lo que buscaba idealmente, aunque en el transcurso de los procesos hubiese contradicciones; las más evidentes se relacionan con sus posiciones políticas y, sobre todo, su relación con el poder. En este ámbito Fidel Castro es una figura central; ambos nacieron el mismo año; ambos estudiaron derecho; ambos estaban en Bogotá, el 9 de abril de 1948 —el Bogotazo—, cuando asesinaron a Jorge Eliécer Gaitán (1903-1948), aunque nada sabía uno del otro. Vidas paralelas, cuyos realizadores se conocieron 11 años después de la entrada triunfante de Castro a La Habana.

Crónica fluyente

Zuluaga, para quien la obra más perfecta del literato es El coronel no tiene quien le escriba, sintetiza sus contradicciones así: “García Márquez fue siempre el mismo y siempre distinto”; el biógrafo acentúa la obsesión de García Márquez por estar enterado de cuánto sucedía en el mundo (entres sus primeras actividades, cada día, estaba la lectura de diarios de distintos lugares del mundo).

Esta mirada sobre el carismático Gabo es fresca puntual; se lee como una crónica fluyente, como un río agitado sin ser proceloso; nos recuerda acercamientos como el del escritor español Pedro Sorela; está coloreada por momentos ya legendarios en el imaginario de sus lectores, por ejemplo, su primer encuentro con el presidente Clinton (1994); los acompañaban William Styron y Carlos Fuentes; no estuvo presente la política, la invitada de honor fue la literatura.

Conrado Zuluaga, No moriré del todo.  Gabriel García Márquez, Bogotá, Luna Libros, 2017.