Por la diversidad de temas que aborda y los diferentes recursos que utiliza, la conciencia lírica de Coral Bracho (México, D F., mayo 22 de 1951) se abre al universo de cosas que circundan a la vieja contraseña de la rutina, a la cantera viva, plena, con minerales y ensueños, por eso su poesía constituye el aire vivificado por la solidez de la palabra, del alba en el espejo. El sentimiento de afirmación prevalece a lo largo de su obra, sin olvidar la conmoción sensitiva. No obstante, la autora se esconde en un barroquismo lírico, donde la imagen está más al servicio de la ambigüedad aparente.

En su libro inicial, Peces de piel fugaz, publicado por Editorial La Máquina de Escribir (1977) Bracho asume un tono universal, genérico, que califica a los grandes poemas, esos que asumen y subsumen una realidad y la transforman. Peces de piel fugaz es, de hecho, un intenso poema que revela la magnitud —mejor dicho, la posibilidad de esta dimensión, si consideramos que es un poemario de juventud—, la categoría de poeta, su trascendencia. La obra es un largo deslumbramiento, una fiesta de los sentidos. Atmósferas, sensaciones; imaginario movimiento de la cámara cinematográfica irrumpiendo en un paraje virgen. Alto contenido estético, suaves crepitaciones, plácidas, tersas densidades, conforman esos ocho poemas tersos, luminosos que se establecen entre la densidad y la transparencia, con respiración limpia.

La voz surge redonda, como burbuja que estalla en lentitud —“el fuego nace de alguna palabra lenta, ensordeciendo”—, como voluta donde el silencio resplandece. La expresión se escancia y sedimenta. De cuando en cuando la voz murmura, aclara, precipita. Y se alarga en versículos que —al ojo desatento, al oído estéril— ocultan estrofas-párrafos. La mirada de la autora se posa en el mundo para descubrir relieves, formas, superficies, sedimentos de vida, transfiguraciones húmedas. Peces de ornato en los jardines, oleadas centellantes de existencia, la evocación salmódica, el amor eternizado, van conformando una atmósfera singular donde el mutismo genera sonoridades habituales.

Desde la perspectiva formal, guiones y paréntesis se van eslabonando, intercalando en un afán aclaratorio, robusteciendo el ritmo, las intenciones de la autora: generar su afecto con ágil voz, con certera plática, visual, con versos breves, relampagueantes, demoledores. Reminiscencias de Jorge Guillén, de Pedro Salinas; la manera de estructurar fonemas metonímicos recuerda, en momentos, a Lezama Lima. Bracho recurre al agua como punto de partida para destacar el movimiento escenográfico: como Gorostiza, quien en Muerte sin fin descubre la causalidad de la forma, cambiante y unívoca del agua —de la realidad, en su sentido más extenso—, la autora utiliza el líquido vital para cantar con júbilo el asombro; la misma alegría de Francisco de Asís, la vastedad del descubrimiento del hombre mítico escapado de la caverna platónica. La alegría es clara, sólo que aquí, en Peces de piel fugaz, el conocimiento deslumbra, más que enceguece; marea, aunque no entorpece. Subida y contemplación que vitaliza el espíritu.

Conformado por tres partes, con dos poemas a manera de Prefacio, El ser que va a morir (Mortiz, México, 1982) se concreta a compactarse en 14 poemas, para evocar sonoridades y sentidos; amores táctiles, muslos ungidos, pero siempre escanciados de luz. Aquí se advierten sus constantes: sujeto ambiguo, versos densamente transparentes —como “topacio rezumante”— que se alargan entre precisiones de sentido, sonoras y visuales; vuelven los versos parentéticos, interpuestos, no como digresión, sino para reactivar sensaciones; a ello se agregan guiones y corchetes, encabalgamientos; versos de arte menor con ritmo serpenteante en estrofas largas. La enumeración no describe, sino que va configurando la ambientación precisa, provocando atmósferas.

La riqueza del lenguaje, los aspectos metonímicos, van generando un espacio único, visual, cuya morfosintaxis dispersa la univocidad: la polisémica sonoridad provocando iridiscencias en el contenido, en los significados, como “refractadas ondulaciones” (p. 17). Los espacios en blanco, la distribución versicular, incluyendo asteriscos, abren precisiones, otras dimensiones sonoras. Los vocablos extraños a la lírica, son colocados de manera precisa. Y no molestan: “emulsiva calidez salival”, “intersticial”, “exceso vulvar”, “ritmo capilar”, “acritud”. El fungoso abigarramiento de la imagen se concilia con la sonoridad del discurso, del entramado. No hay balbuceos: todo se contiene, se concilia; el canto y la metalepsis; la fluidez con la contención; el entorno con la evocación, lo lábil de la emoción interior, como una “sinestesia” versicular, donde lo sonoro se combina con las coloraturas.

El signo gráfico, la tilde, juega un papel relevante: atiende a la sílaba acentuada; el aspecto prosódico contraponiéndose a la representación del signo para determinar el significado; el juego de las posibilidades, el sentido de la ambigüedad va de la mano de esta propuesta que libera el tiempo verbal y que, consecuentemente, acciona y reacciona. La grafía recupera su valor deliberado: presente o pretérito entremezclándose, describiendo la contingencia de representar planos simultáneos de significados. Se busca, otra vez, la deconstrucción; semas y fonemas.

El ser que va a morir es un libro que experimenta combinaciones discursivas, buscando reformar la función representativa de las palabras a través de la forma verbal, del contenido, y de otro orden sonoro silábico acentual: elude las figuras de repetición, prescinde del hipérbaton y de otros recursos propios de la lírica. Incorpora adjetivos reveladores, en ocasiones dos para un único sustantivo. El ritmo es suave, modulado, como una tibia reverberación, un cálido murmullo. Constituye un ritual erótico amoroso, una “evocada resonancia” donde el cuerpo del varón se abre al mundo —y es el mundo— como rastro que es necesario perseguir, como fragua líquida —“embalses tibios, deltas”, etcétera— y donde el agua se adhiere a la luz.

En La voluntad del ámbar (1998), se advierte “la carga emocional del pensamiento”, la expresividad significativa. Cinco partes integran este volumen. Los códigos rítmicos son convencionales, incluso el desplazamiento de los versos; pero el tono, la voz, el silencio como valor sonoro, característica de la autora, singulariza la cadencia que va integrándose por la acentuación silábica, las pausas y cesuras, los encabalgamientos. Pero, además, los guiones, los dos puntos para reforzar la expresión, los contenidos. Los recursos metonímicos son constantes.

En Ese espacio, ese jardín (2003), Premio Xavier Villaurrutia 2004, persiste el silencio que impacta a las palabras, esa sonoridad que termina por llenar vacíos existenciales, espirituales: el terror y la belleza conciliándose en ese territorio luminoso, numinoso, en ese espacio donde el Silencio termina por demoler, eternizándose, eternizando al lector mismo en una inmovilidad dinámica, cuyo eje accionador es el movimiento, ese espacio único, esclarecedor en el que todo permanece: el de la lectura. El destino —ese bufón— que se fija en la estancia, en “el sofá teñido de un verde líquido”.

La suave respiración, apoyada en el silencio como factor central, el ámbito metonímico que provoca una dinámica descriptiva y enumerativa; las aclaraciones y precisiones dentro del esquema estrófico, induciendo una sintaxis peculiar, que prevalecen en el poemario Si ríe el emperador (México, 2010), donde el silencio, como cualidad fónica esencial, representa, instaura, funda una imagen sonora con un valor determinante. La expresión poética de la autora simula esa “levedad de nieve” cuando desciende el ave entre las rocas. Bracho busca, justamente, percibir la realidad desde la perspectiva ética y estética, por eso el país se observa como velo de arena y donde la historia, el velo que se hunde, se precipita en la arcilla (p. 27). La visión de un vehículo público incendiado por manifestantes, sinécdoque de un país agónico, convulso, sirve a la autora para determinar el ámbito social. El manejo del paralelismo —similar a la utilizada por la expresión judaica— también es un pretexto para expresar los procesos políticos (Cf. “Modos distintos”: 30), o bien el manejo de la rabia de un perro, atacando a una mujer con un niño en brazos, simbolizando la furia del mundo.