Hace 85 años, José Ortega y Gasset pronunció un notable discurso en su Cámara de Diputados. Se dio en medio de un debate sobre el muy añejo asunto de la independencia o separación de Cataluña.

Dijo Ortega que es un problema que no se puede resolver, que solo se puede conllevar, y al decir esto, significó no solo que los demás españoles tienen que conllevarse con los catalanes, sino que los catalanes también tienen que conllevarse con los demás españoles.

En efecto, es un problema perpetuo, que ha sido siempre, antes de que existiese la unidad peninsular, y seguirá siendo mientras España subsista. Que es un problema perpetuo. Y, hasta ahora, así lo ha sido. La rebeldía catalana creímos que entenderla, durante décadas, contra la dictadura franquista y contra el centralismo real.

Así habíamos visto que sucedía con los vascos y, aunque en menor medida, con los asturianos y los gallegos. Pero resultó que nos equivocamos todos. Porque desapareció la dictadura y Cataluña quedó inconforme. Despareció el centralismo con las comunidades autónomas y Cataluña siguió quedando inconforme.

Dese luego que no me opongo a que ningún pueblo quiera ser o dejar de ser lo que se le antoje.  Y, más aún, cuando no se trata de mi pueblo y, por lo tanto, no debiera importarme su suerte ni inmiscuirme en lo que le suceda. Pero, como observador de lo político, coincido con Ortega y Gasset en que el problema catalán es un caso corriente de lo que se llama nacionalismo particularista.

¿Qué es el nacionalismo particularista? Es un sentimiento de dintorno vago y de intensidad variable, pero de tendencia sumamente clara, que se apodera de un pueblo o colectividad y le hace desear ardientemente vivir aparte de los demás pueblos o colectividades. Mientras estos anhelan lo contrario, a saber: adscribirse, integrarse, fundirse en una gran unidad histórica, en esa radical comunidad de destino que es una gran nación, esos otros pueblos sienten, por una misteriosa y fatal predisposición, el afán de quedar fuera, exentos, señeros, intactos de toda fusión, reclusos y absortos dentro de sí mismos.

Y no se diga que es, en pequeño, un sentimiento igual al que inspiran los grandes nacionalismos, los de las grandes naciones. No, es un sentimiento de signo contrario. Sería completamente falso afirmar que los españoles han vivido animados por el afán positivo de no querer ser franceses, de no querer ser ingleses. No, no existía en ellos ese sentimiento negativo, precisamente porque estaban poseídos por el formidable afán de ser españoles, de formar una gran nación. Por eso, de la pluralidad de pueblos dispersos que había en la Península, se ha formado esta España compacta.

En cambio, el pueblo particularista parte, desde luego, de un sentimiento defensivo, de una extraña y terrible hiperestesia frente a todo contacto y toda fusión. Es un anhelo de vivir aparte. Por eso el nacionalismo particularista podría definirse como el deseo de ser un pueblo infusible.

Estas ideas no son mías sino que abrazo las de José Ortega y Gasset.

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