PRI, Morena y el mismo Frente Ciudadano por México deben analizar las consecuencias que ha tenido para el país imponer candidatos.
El PRI, especialmente, tendría que hacer una auscultación franca y honesta sobre el acierto o no, en estos tiempos de incredulidad y desconfianza, de reeditar una liturgia propia del medievo político que, lejos de aportar legitimidad y fuerza electoral, condenaría a su candidato a la derrota.
A 88 años de haber sido fundado y cuando hay cada vez más voces que piden un cambio de régimen, lo conducente sería que ese partido hiciera una revisión histórica para saber si fue un acierto o un error que, por ejemplo, Adolfo López Mateos se decidiera por Gustavo Díaz Ordaz, y Díaz Ordaz por Luis Echeverría, y este por López Portillo, y luego llegaran a la Presidencia de la República, mediante la misma regla no escrita, Miguel de la Madrid, Carlos Salinas de Gortari y Ernesto Zedillo.
La pregunta que tendría que hacerse el PRI es si cada una de esas designaciones, cerradas y cupulares, garantizaron que llegaran a Los Pinos buenos o malos presidentes. Si le sirvieron al país o si simplemente beneficiaron a los grupos políticos y económicos que contribuyeron a su imposición.
Sería interesante para todos los partidos, y no solo para el PRI, que se analizara el posible vínculo que pueda existir entre el método —cerrado o democrático— para seleccionar a un candidato y la calificación que tuvo su gobierno durante su mandato.
Los gobernadores ilustran muy bien lo que ha sucedido cuando se impone el dedo. Ahí está el listado de mandatarios locales prófugos, investigados o condenados: Javier Duarte, César Duarte, Tomás Yarrington, Eugenio Hernández, Rogelio Medina, Roberto Borge, más los que se quieran agregar.
Varios de ellos, por no decir que todos, fueron candidatos por mandato y alcanzaron la candidatura al margen de las encuestas y a espaldas de la aceptación popular.
Pero, también es cierto, la dedocracia rebasa las fronteras del PRI. Este partido no tiene el monopolio de la corrupción, y tampoco del dedazo.
La “autocracia de la falange” parece más bien una práctica que forma parte, todavía, de la cultura e idiosincrasia autoritaria de muchos políticos mexicanos.
Miguel Ángel Mancera y el exgobernador de Puebla Rafael Moreno Valle han venido denunciando el intento del dedo azul —léase Ricardo Anaya— de arrogarse la candidatura por el Frente Ciudadano por México.
Andrés Manuel López Obrador es el principal beneficiario —dentro de Morena— de su propio dedo, como también lo es —en el PAN— Anaya.
Hay que decir, y espero que eso no se tome como albur, que hay de dedos a dedos.
Quien tiene el dedo más largo y más fuerte, más vigoroso e incluso con mayor rigidez es López Obrador. No hay un dedo como el de él. Es único, por el poder que tiene.
¿Pruebas? Torcer como torció la encuesta para favorecer la candidatura de la delegada de Tlalpan, Claudia Sheinbaum, a la Jefatura de Gobierno de la Ciudad de México, es un hecho registrado en los anales de lo que puede lograr un dedo con poder supremo.
Pese a los avances logrados en materia electoral, el dedo se erige en estos días como verdugo de la democracia mexicana. Si parafraseamos al escritor Augusto Monterroso tendríamos que decir: cuando despertamos los mexicanos, el dedo todavía estaba ahí.
El dedo ha vuelto por sus fueros.
@PagesBeatriz