Un hecho incontrovertible es que la conmemoración de la Revolución de 1910, que se celebra los días 20 de noviembre de cada año, cada vez pasa más inadvertida, incluso los últimos lustros del régimen priista se había visto reducida a un desfile deportivo, en el cual miles de burócratas disfrazados de deportistas de ocasión marchaban alrededor del Zócalo capitalino e igual sucedía en la mayoría de las ciudades del país.

Ahora que se están recordando los cien años de la revolución bolchevique en Rusia, es ocasión de formular algunas reflexiones en torno a ese hecho histórico acaecido hace 107 años y que cambió el destino de México. A querer o no la Revolución —con mayúsculas— delineó el país actual, aún sobreviven con vigor muchas de las Instituciones de la república, producto de esa movilización social hecha gobierno.

El mundo es otro, México también. Pasamos de ser una sociedad eminentemente rural a un desarrollo urbano desigual con una concentración macrocefálica en la capital y solo tres o cuatro ciudades intermedias concentradoras de centros fabriles. El problema de la tierra, que fue el gran catalizador social que hizo posible el movimiento armado, se resolvió a medias y hoy tenemos un campo bipolar con empresas altamente productivas, exportadoras de clase mundial, y miles de productores de autoconsumo sumidos en la pobreza. La pobreza de todo tipo —según las clasificaciones metodológicas— y especialmente la alimentaria se concentra en las áreas rurales y dentro de estas, en las zonas indígenas. Luego de poco más de un siglo es inaceptable que tengamos esa deuda social con el México profundo.

El desarrollo capitalista tardío generó una clase trabajadora explotada de manera brutal y controlada corporativamente por un movimiento obrero que traicionó en su alianza con el poder, un pasado histórico socialista-anarquista, con profunda raigambre ideológica que lo situaba a la vanguardia de las reivindicaciones de los trabajadores de todo el mundo.

Las acciones de gobierno que debieron implementarse como consecuencia y en cumplimiento de las reivindicaciones sociales reclamadas, primero por la vía de las armas y luego plasmadas en normas jurídicas en la Constitución del 17, orientaron el desarrollo nacional. La reivindicación de la propiedad originaria por parte de la nación nos permitió después la gesta heroica de la expropiación petrolera.

Luego viene la organización corporativa del Estado a cargo del cardenismo, que permitió y dio viabilidad al modelo de desarrollo de sustitución de importaciones y al desarrollo estabilizador después, con base en dos ejes: la productividad agrícola y la explotación de los hidrocarburos. Ese desarrollo dependiente, pero con cierto margen de independencia nacional, terminó por agotarse, lo que aunado con el trascurrir del tiempo, nos sumergió en un tobogán en el cual el modelo económico resultaba obsoleto al igual que el modelo político.

La adopción del modelo neoliberal actualmente nos tiene inmersos en una complicada situación social de molestia por la corrupción, la impunidad, la inseguridad y la falta de credibilidad en el sistema político. Lo complicado es que vivimos una situación de crispación, enojo, ira, cólera social, en la cual cada vez más y más mexicanos quieren cambios reales, sustantivos. Están encolerizados porque la clase política insiste en maquillar, en hacer cambios gatopardianos. Un estallido social debe prevenirse porque a nadie conviene. Recordar nuestro pasado histórico para extraer lecciones es indispensable. En ese contexto debemos recordar la Revolución de 1910.