Por Óscar de la Borbolla
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Canto a la duda
De todos los solventes destructivos que conozco: el agua de mar, el ácido muriático, la desconfianza, el tiempo…, aquí quisiera detenerme en uno de lo más corrosivos: la duda, pues aunque en ciertas ocasiones —cuando nuestra vida está en riesgo— más nos vale reaccionar precipitadamente, en infinidad de casos, en cambio —cuando precisamente nos vamos a jugar la vida—, más nos vale no responder apresuradamente, y dudar antes de decidirnos. Hoy me interesa la duda. La duda que detiene, que paraliza, que puede llegar a obsesionarnos, y, también, la duda que es capaz de socavar los cimientos del conocimiento y echar abajo el edificio entero del saber (hazaña realizada por Descartes con su duda metódica). Y, por qué no, también la duda de aquel a quien le flaquea la fe y pone en duda la existencia de su dios, es decir, no la certeza del ateo ni la certeza del creyente, sino la duda que es ese espacio en el que pueden encontrarse, e incluso entenderse, el ateo y el creyente.
La duda —no lo dude nadie— se caracteriza por el estrago que ocasiona en quien la tiene o en aquello hacia lo que la dirigimos. Dudar de uno: no creerse capaz o no creerse digno le quita al ser humano esa apariencia feroz que ostentan las locomotoras o la gente dogmática cuando, seguras y potentes, van a toda velocidad hacia donde los inmóviles rieles del destino las guían. ¡Qué certeza puede ser más firme para el tren, o para el fanático, que la de su arribo a la próxima estación! Qué incierto, en cambio, es el paso siguiente del individuo dubitativo, pues para éste no sólo no existen los rieles de unas convicciones precisas, sino que ni siquiera atisba si hay o no algún camino.
Me interesa, pues, la duda, ese estado de inestable equilibrio entre el sí y el no. Ese de veras suspender el juicio y no saber si es blanco o negro, malo o bueno… La duda donde todo es igualmente viable o inviable, trascendental o fútil. Esa duda en la que el yo, regularmente soberbio, orgulloso, altanero, siente que se le evaporan las ínfulas y se queda a la mitad de un gesto sin poder concluirlo. Esa duda de la parálisis extrema: esa impotencia.
Y, por el otro lado, qué poderío más grande el de la duda. ¡Cómo disuelve, fulmina, desintegra, revienta! Y es que al revisar una certeza, al ponerla a prueba, al contrastarla con otras ideas, con otras experiencias, con otros anhelos; al ubicarla en otros escenarios, en otros contextos, y al desenvolver sus consecuencias, al volver a pensarla, al dudar se descubre que no era tan cierto, que no se había considerado esto o aquello, que su validez era nula, y su certidumbre un engaño.
Me interesa la duda, porque para sentirla ni siquiera hace falta tener delante un abanico de opciones, un repertorio amplio que nos confunda, porque no hablo tan sólo de la duda entre una cosa u otra, sino de la duda que saca de sí misma las opciones, la duda que desdobla lo único que hay en un “lo tomo” o “no lo tomo”, la duda que mete holgura al mundo, que me ofrece ante la inercia del ciego continuar la posibilidad de detenerme. Porque la duda, a diferencia de la acción que me enriela en su marcha, que obliga a reaccionar en automático, hace que me detenga, que sopese, que calibre, que mida y, sobre todo, que me mire y me descubra ahí como el individuo que soy, que somos todos: un ser que vacila porque delante están los puntos suspensivos de ese precipicio inexplorado que llamamos futuro. La duda de la que hablo es esa que suscita el sencillo “¿qué?” ante el universo.
2
La inalcanzable comunicación
Quizá no haya nada más difícil de comunicar que lo más fácil. ¿Cómo explicar la sencillez de un círculo, el aroma que despide el frasco de azúcar al abrirse, el sabor de una uva, la lenta rapidez con que la forma de una nube se disipa? ¿Cómo, de qué hablar, si el asunto es la vida, un ángulo especial de la vida, un perfil de ésta que se va de las manos? Parece necesario que el interlocutor ya sepa lo que va a decírsele, que lo haya experimentado o que alguna vez se haya detenido en eso. Entonces sí, basta un tosco o torpe puente de palabras para entregarle el mensaje. Pero ¿qué hacer cuando el otro no ha pensado nunca en la simplicidad que uno quiere transmitirle o ya tiene otra idea al respecto que le resulta irrenunciable? ¿A quién y cómo decirle que el blanco no es el color más claro, o que la noche es más, mucho más, que la sombra de la Tierra que cae sobre sí misma?
Y es que para entendernos de veras tendríamos que estar regresando juntos de un entierro donde hubiera quedado algo más que un amigo: el confidente, testigo, fundamento y cómplice de nuestra vida. Y regresar a una casa incendiada por el absurdo y el desamparo, y asomarnos, cada quien por la ventana que no da al cubo de luz ni al sur ni al norte, sino al porvenir; asomarnos por la ventana de los días restantes con un gesto de indiferencia y de desgano. Y tendríamos que ir, nuevamente juntos, a través de los meses del duelo, del reacomodo en el que se organizan los vacíos y los llenos, en el que aparece una jerarquía distinta, la del nada me interesa o me interesa solamente esto. Y que pasara el tiempo y comenzaran los pequeños resplandores, los pequeños sueños; que fuera formándose un montoncito de calor, el débil parpadear de un sentido.
Entonces sí, quizá, con ese antecedente compartido, podría comunicar la sencillez del círculo: es redondo, diría asombrado como si acabara de descubrirlo; nada lo aventaja salvo la esfera donde todo se distribuye para mantener la menor distancia respecto del centro; porque la esfera es el corazón de lo homogéneo, diría, y si de verdad viniéramos juntos tras recorrer los mismos caminos, entonces formaríamos una esfera: estaríamos comunicándonos y, sin necesidad de decir nada, percibiríamos el placer que despierta el olor del azúcar y estaríamos viendo la misma nube deformada por el viento y hasta estaríamos de acuerdo con que el blanco no es el color más claro.
Pero venimos de distintos caminos, sobrevivimos a distintos estropicios, nos agitan distintos sueños y cada quien, de acuerdo con su personal ordenación del mundo, leerá en estas palabras una cosa u otra. Y es que hay de dos: conformarse con los discursos baratos que hacen su agosto en las horas pico del sentido común, o intentar a veces el desbordador empuje de la poesía y hacer posible lo imposible: la comunicación.
3
El problema de la obviedad
La conducta que más me desquicia de una persona es que no vea lo obvio: que, por ejemplo, esté lloviendo a cántaros y diga que el clima está seco. ¡Pero si ahí está la lluvia!, le señalo, y que me pregunte: ¿Dónde?, esto es algo que francamente no resisto. Y supongo que a todos nos pasa lo mismo. Lo blanco es blanco y lo negro es negro, me digo con absoluto convencimiento: es obvio. Cuando por desgracia topo con alguien así, le huyo y si es posible no vuelvo a dirigirle la palabra. No me gustan los necios, es obvio.
El problema es que a lo largo de mi vida me he topado con demasiados necios que, a su vez, me han calificado de necio a mí. Y me ha ocurrido con las cuestiones más diversas: en concursos de belleza en los que mi favorita era otra; también en temas de religión, y no se diga en literatura y en política. Lo que ha sido obvio para mí no lo ha sido para el otro. Lo obvio, por lo visto, no es obvio universalmente. Si lo fuera, no habría desavenencias ni guerras.
La sola existencia del conflicto es el indicio de que lo obvio tiene problemas. Y aunque entiendo que en muchas ocasiones los opositores comparten el mismo punto de vista y sólo por intereses contrarios o, sencillamente, por un prurito de contradecir hacen que las posturas se enconen, me alarma que, en la mayoría de los casos, hay quienes se enfrentan porque sus evidencias discrepan: lo que es obvio para unos no lo es para otros. Hace falta, entonces, preguntarnos: ¿cuál es el problema de lo obvio?
El primer problema es que lo obvio sea obvio para quien así lo ve. Pues esta certeza determina que quienes no la comparten resulten, por lo menos, antipáticos y, en ocasiones extremas, enemigos acérrimos. El principal problema de la obviedad es que representa una cárcel para quien comulga con ella. “Es obvio —dicen unos— que el aborto en ciertas circunstancias es una mera interrupción del embarazo.” “Es obvio —dicen otros— que en cualquier circunstancia es un crimen.” “Es obvio que la orientación sexual de cada quien —dicen unos— es asunto de cada quien.” “Es obvio —dicen otros— que exclusivamente la heterosexualidad es correcta.” Es obvio que la fidelidad es posible y es obvio que es imposible…
Y otro problema de que algo nos parezca obvio es que uno no quiere ni puede argumentar a propósito de lo obvio. Es tan claro para uno que no fácilmente se está dispuesto a condescender con el otro para explicarle lo que, según uno, está sobradamente claro. Y no se puede explicar porque lo obvio es el fundamento, la evidencia sobre la que se asientan todas las razones que uno podría dar. Y los fundamentos, los axiomas, no se explican: son lo evidente por antonomasia.
Uno no puede ni quiere explicar lo obvio porque es tan claro para uno que queda deslumbrado por su evidencia, y de ahí que uno, ciega y ferozmente, lo proclame, lo defienda y aspire a imponerlo a los demás. Nada nos vuelve más fanáticos que lo obvio, nada nos hace más peligrosos que nuestras obviedades. Y, además, siendo lo obvio nuestra certeza axiomática no podemos sino razonar a partir de ella; es decir, “racionalizamos” sostenidos en ella y, por supuesto, siempre encontramos muy buenas razones para acabar de convencernos de que lo obvio es obvio…
El problema más grave de lo obvio no es tan obvio y consiste en que lo que tenemos por obvio es la bandera por la que damos nuestra vida. Lo obvio es tan claro que no nos deja opción. Por todo esto —y como confesión paradójica— termino esta reflexión diciendo: me parece obvio que por el bien de todos deberíamos dudar de aquello que consideramos obvio.

