Por José Natividad Rosales*

 

 

 

Tengo tres novelas en la nevera. Una de ellas versa sobre acontecimientos de la última guerra y la otra entremezcla mis aventuras en el África. Y ahora… déjenme que tengo mucho frío.

 

París, septiembre 1956.

—¡Vetturino… vienni qua…!— chofer, ven acá— ¡Súbito!— ¡aprisa!. pero el bendito chofer no se movía. Y es que no sabía una palabra de italiano y no sabemos si Hemingway la sepa en francés.  Ernest nos miraba de reojo. Éramos cuatro periodistas a la caza del gran escritor. Le acorralamos. El pobre hombre, gordo y afligido, sudaba gruesas gotas heladas. Tenía la misma expresión de la liebre cuando no encuentra escapatoria. Fue entonces cuando le largamos un decidido: ¿Ma, ha dimenticato che anche Lei e un giornalista? —Pero, ¿Ha olvidado que también usted es un periodistas? Ernest bajó las manos en señal de rendimiento y sonrió. Palmeó a dos cazadores en la espalda y nos invitó a cualquier lado.

—Pero si yo no tengo nada que decir. Lo escribo. ¿Saben una cosa? Hablar me cuesta trabajo. Yo tartamudeo mentalmente y ante la prensa uno tiene que aparecer brillante. Claro que es distinto si me dan un poco de tiempo. Ahora me siento mejor. Hace unos momentos me dieron miedo. Me hicieron sentir un perseguido y olvidé, por un momento, los afanes que yo mismo pasé cazando un pez gordo, en mis tiempos de periodista.

—Que no han pasado..

—¡Bah…! No lo sé exactamente. Pero nunca me olvido de aquello que escribió Cyril Connolly y que dice más o menos: que cuentos más libros leemos, más pronto llegamos a la comprensión de que la verdadera función de un escritor  es la de crear una obra maestra y que ninguna otra cosa cobra, entonces, importancia alguna. Cuando obvio sea esto lo dice el hecho de que son pocos los escritores que están dispuestos a admitirlo y que cuando lo admiten, son pocos los que pueden abandonar para siempre los pedazos de iridiscente mediocridad con que se han recubierto. Los escritores esperan, siempre, “que el próximo libro sea el mejor”, porque no quieren reconocer que su vida actual, les impide crear cualquier cosa de diferente sabor o de mejor cualidad.

“Todas las correrías mías en el campo del periodismo, del radio o del cine, por brillantes que sean, están condenadas a desilusionarme. Meter lo mejor de nosotros en esas formas es otra locura, ya que significan desperdiciar energía en obras que durarán poco en la vida. Por tanto, conforme a lo primeramente dicho, prosigo trabajando, y muy duro, en mis cosas. Trabajo en todas partes. Solamente busco un poco de soledad y de retiro. Pero sucede, ahora, que ya casi no encuentro lugar, bajo el sol, en el cual pueda tener un poco de quietud y al cual pueda retirarme seguro de que pronto no estará de moda. ¿Alguien puede señalarme un sitio así en el centro de África o en la cima del Himalaya? No es que huya de la gente. Pero  a veces me gusta platicar con los árboles, cuya respuesta es siempre tan discreta, por silenciosa. Además, de verdad, me tienen acogotados todos esos escritorzuelos de mala muerte, esos pretendidos ingeniosos, que tienen, siempre, una frase espirituosa a flor de labio. Ahora corro a Italia a buscar el sol. ¿Saben una cosa? Nosotros los viejos ya tenemos la sangre un poco helada, anuncio seguro del próximo congelamiento y de la total paralización. Y necesitamos del sol, sin sentido metafórico, sin hipérbole de ninguna especie y sin verlo como a Dios, sino como a hermano. Y ¡Miren qué cosa! Miren ese cielo de París, tan celebrado en todos los poemas y tan pintado en todos los cuadros, hosco, gris y agresivo. Debo correr a Italia cuanto antes”.

—¿Y allá terminará alguna cosa?

—Bah. ¿Terminar alguna cosa? He dejado 3 novelas en la “nevera”. Eso significa, mi buen amigo, que están esperando el segundo y el tercer trato. Esto es, sin duda alguna, la parte dolorosa y penosa de la profesión. Ya nadie puede escribir de una tirada—ni debe, tampoco—, porque es mejor, siempre, confiar a la discreción del borrador todo aquello que subconscientemente se coló y que puede ser ligero, o pesado, sucio o demasiado tenue. Borrar…borrar… Ese es el secreto de la nitidez en el estilo.

—¿Pudiera adelantarnos alguna cosa del contenido de sus nuevas obras?

—Yo no soy supersticioso, como algunos que piensan que si cuentan algo de lo que hacen, esto no llegará a su fin. Tengo suficiente voluntad—creo—, para cumplir lo que prometo. Sí, puedo decirle algo al respecto. La primera trata sobre las angustias de la guerra pasada. Juegan en ella los viejos alientos y los truncados deseos.  Una guerra es, siempre, una catástrofe para la humanidad en general y para los muertos que en ella caen, individualmente. Por tanto una novela guerrera nunca podrá ser alegre ni luminosa. El drama de la muerte permanece como única estampa para los vivos. El otro trabajo, se refiere, principalmente, a mis aventuras en África. No es una caza-autobiográfica. No señor. Es, simplemente, un entrelazamiento de las cosas que me acontecieron, las traspaso a otros personajes creados por mi imaginación.

—¿Se nota en su nuevo libro su amor a la naturaleza?

—Si señor.

—¿Y cuál es el origen del mismo?

—¡Bah! ¡Hombre! Es como una devoción filial. De ella vengo y a ella habré de tornar. Claro que no desprecio el sentido de contemplación que todo hombre debe tener ante el espectáculo siempre vivo y admirable de la Naturaleza.  Pero hay algo más profundo. Serán nuestras analogías minerales las que nos llaman a las rocas, o aquellos vegetales las que nos proyectan hacia los árboles, lo liquido que  nos hace ríos o lo finalmente espiritual que nos proyecta hacia el cielo. Algo es, sin duda alguna, y muy fuerte y no se crea que la contemplación es unilateral. A veces he sentido que la Naturaleza misma me contempla. Alguien decía que ella siente horror al vacío, pero lo cierto es que la dualidad hombre-naturaleza lo llena todo.

—¿A qué fue a Saint Michel?

—A verlo. En rigor fui acompañando a Miss Mary— como llama a su esposa—, que no lo conocía.

—¿Y el mar?

—Está allí. Siempre esperándome. Un día de aquellos lo vi en una forma diferente que me arrebató. Ustedes saben que me gusta, de vez en cuando—y a veces sin esos términos—, tomar una copita. En América hay excelentes rones. ¿No han probado un buen Bacardi o un Matusalén Añejo? ‘¡Hombre! Son la gloria. Ese día, como les cuento, yo andaba por la ochocientocincuentava página de un gran libro que también escribo. Es página lago respetable y, como todo lo alto o todo lo largo del libro, da idea de cansancio. Yo me sentía un poco fatigado por el calor, tanto el natural como el que producen las calorías del alcohol. Me salí a la playa. Había un vientecillo que inflaba mi camisa , se metía por la espalda y salía por las mangas y el cuello. El mar estaba azul. Subí en una barquichuela y me interné en sus olas. Entonces me dio la impresión de estar vivo bajo mis pies. El me sentía y se dolía que, entre nosotros, estuviese separándonos, las maderas del fondo.  Se asomaba a mi barca por los lengüetazos de su espuma. Y toda la extensión se movía. No como una serpiente sino como una piel que es acariciada. Algo me decían sus rumores pero yo no alcanzo a descifrar su lenguaje y cuando pienso estar en poeta me siento ridículo. Pero aquella masa hervía y sentí, como en los primeros días de la creación, el horno de la vida. Arriba el sol giraba como un cohete loco al que se ha dado mucha cuerda. Abajo el mar caminaba. Yo creía que iba a mi vera, pero en realidad me dejaba andar sobre él. Amo el mar.

—¿Y El viejo y el mar   

—¿Supo el escándalo que me armó el viejo? ¡Bah! Pude hacer una contraofensiva pero no valía la pena. La película ya está casi terminada. ¿Se figuran a este viejo como un actor? He sacado por conclusión de que hay mucho de verdad en aquello de “zapatero a tus zapatos”. No hará más cine. Y miren que acabo de vender otro argumento. Se llama “La Fiesta” y se lo vendí a Darryl Zanuck. Pero ya basta. Emerson decía, también , que las cosas grandes se forman de constancias sucesivas. No quiero despistarme.

—¿Y el periodismo?

—Ya lo dije por ahí.  Tampoco nada de periodismo por el momento. Eso de escribir día por día, como yo hice muchas veces de joven, durante muchos años, no es una prostitución, pero sí algo muy parecido, cuando no se hace con precisión de crónica y con honestidad. Nada. No me hable de diarismo sino hasta que tenga terminado el gran libro  de que les he hablado. ¿Recuerdan el paseo que surgió a partir de la página ochocientos cincuenta?

—¿Se quedará algún tiempo en Francia?

—Hombre. No creo ni entra en mis planes. Aquí llueve mucho y yo busco el sol y el cielo azul. Me dirigiré a Italia pasando por Aix-en-Provence para visitar a mi amigo André Masson y después caeré por la Costa Azul para visitar a mi otro amigo, Picasso. No tengo itinerario alguno y me gusta ir por el mundo, como los gitanos, sin un punto preciso de llegada. Así cuando menos, tengo libertad de ir donde me plazca, quedarme donde quiera, sin compromisos y sin la angustia del reloj ni el calendario.

—Y su alejamiento de los Estados Unidos. ¿No le sabe a expatriación?

—Ya me lo han dicho por allí. ¿Cómo podía sentirme expatriado estando, como estaba,  a 35 minutos en avión de Key West y a una hora de Miami?. Nunca he tenido pretensión de ser un patriota ejemplar, pero he pagado mis impuestos, regularmente, he hecho la guerra y hago lo que puedo por la dignidad de mi país. ¿No he dicho suficiente cuando dije que busco el sol? Desgraciadamente ya no podré vivir más en Cuba. Dos años en el trópico ya son suficientes y quiero cambiar de clima. El año pasado debería haber estado en África, pero no llovió y así las cosas no se presentan bien. Ahora no sé a dónde me iré, en realidad. Busco soledad y paz. Simplemente. Deme un país donde estos dos bienes existan y allí me iré. Pero no me lleve al ruido, porque me mata.

—¿Y su esposa?

—En el fondo somos dos viejos que tenemos los mismos gustos. Me casé con ella cuando era periodista como yo, y proseguimos, ahora, como dos compañeros de lucha y juegos. Juntos salimos a cazar y a pescar, a recorrer las veredas y a contemplar paisajes. Ella es una cocinera de lo mejor, una estupenda jardinera, una conocedora de vinos y una infatigable secretaria. Discretamente me aleja los moscones y a veces me mima demasiado pero todo se lo agradezco. Ella me sigue y me seguirá al fondo del mundo. Dígame entonces si no seré feliz. Viejo, pero no cansado, puedo decir que la vida me sigue tratando bien. Vendo mis cosas—todo mi capital son mis libros— y algunos gustan. Tengo lo suficiente para comer— y beber—, y eso me basta. Nada, amigo. Que aquí donde me ven, pueden robarme la camisa, con la seguridad que será la del hombre feliz.

Dejamos en paz a Hemingway quien ya no tuvo que pedir un chofer en italiano. Y nos fuimos comentando: ¿No será que se está convirtiendo en un “tercer hombre” —Arthur Miller es uno de ellos Y Waldo Frank el otro—, de la vanguardia literaria de los Estados Unidos?

—Pero ya no es un periodista—dijo uno de los compañeros.

—Pero ya es uno de los grandes escritores—sentencio el otro.

Y tenía razón. 

*Texto publicado el 26 de septiembre de 1956, en el número 170 de la Revista Siempre!

https://youtu.be/xgPDzR_9kmg